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Brasil, el gigante inquieto

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HEBERT GATTO
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Brasil, capaz de pasar sin transiciones de Lula Da Silva a Jair Bolsonaro. De una izquierda clasista a una derecha radical, para, en un nuevo impulso, volver a cuestionar ese desplazamiento y con él el juzgamiento de Lula.

Un tema que vista su complejidad, hace que el trasfondo ideológico pese mucho más que su evaluación jurídica. No impide considerar que los fiscales, cuya función jurídica primordial es representar a la comunidad para demandar castigo a los presuntos delincuentes, no deban, fuera del juicio, mantener contacto o coordinar con los jueces, cuyo rol es dictar justicia de modo imparcial.

Menos aún impide lamentarse, si tal como parece, los encuentros entre juez y fiscal hubieren sido verdaderos, y terminen debilitando la necesaria adhesión social a las instituciones judiciales, extremo fundamental para el adecuado funcionamiento de cualquier Estado. Las sentencias no solo son piezas formales protegidas por el principio de legalidad, sino que cumplen dos funciones adicionales: posibilitar la convivencia entre ciudadanos con intereses antagónicos y adicionalmente generar confianza social reafirmando los valores comunes que el derecho sostiene. Confianza social, debe decirse, que en este caso concreto ya había quedado dañada cuando Moro, que lucía como un San Jorge capaz de blandir impertérrito la espada de la justicia, terminó aceptando convertirse en Ministro del gobierno del presidente del Brasil a consecuencia del encarcelamiento de Lula. Sin omitir que los pronunciamientos de los jueces no solo deben ser justos, fundados y apoyados en el derecho, sino que quienes los dictan, dada la delicadeza de su función, deben mantener una conducta, pública y privada, por encima de los avatares sociales. Los jueces no son políticos, pero deben cuidar no parecerlo. La contrapartida es el respeto y la consideración que su figura, como voz de la justicia, debe merecer en una sociedad. Moro la ha perdido. Todo en el caso aparece amplificado, prohijando la emergencia de dos versiones violentamente contrapuestas. Una, para los cuales lo ocurrido es resultado de una confabulación de la derecha, parcialmente culminada, para acabar, mediante los respectivos aparatos judiciales, con los “progresismos” de Brasil, Argentina, Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua. Otra, sostiene que la desbordante corrupción de estos populismos forzó al juzgamiento de sus líderes y a su penalización, mediante Poderes Judiciales independientes, valientes y objetivos. Puestos a juzgar, parece evidente que la versión conspirativa no resulta verosímil. La propia historia de cada una de estas naciones -con excepción de los oficialismos de Venezuela y Nicaragua- muestra, al presente, instituciones judiciales jerarquizadas, sometidas a la ley y que guardan independencia de los restantes poderes. Aún cuando en ningún caso luzcan como ejemplares. En tales condiciones y sin excluir el error judicial, no es serio argumentar una conjura judicial de las derechas latinoamericanas. Sostenerlo, como se hace, es remitirse al espíritu conspirativo que según cierta izquierda, hoy en crisis terminal, habría gobernado desde siempre la historia occidental. Ello no impide evaluar que sucesos de colusión como éstos de Brasil, no hacen bien ni al derecho ni a la justicia. Menos aún a la democracia.

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