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Té con Putin

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Gina Montaner
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Las buenas caricaturas políticas condensan una compleja realidad con el mazazo de una imagen.

Poco después de que saliera a la luz el envenenamiento en Inglaterra de un exespía ruso y su hija, salió en la prensa una sátira dibujada en la que aparecía Vladimir Putin ofreciendo té a mandatarios de Occidente ante las expresiones de espanto de estos.

Los tentáculos del gobierno ruso son muy largos: emponzoñan las elecciones presi- denciales en Estados Unidos y Europa, con su ejército de trolls interfiriendo en campañas políticas y diseminando noticias falsas. En el sentido menos figurativo y con consecuencias que pueden derivar en la muerte, contaminan a hombres y mujeres desafectos a los lineamientos de la Rusia de Putin. Durante décadas los aparatos de inteligencia de la antigua Unión Soviética emplearon métodos ominosos para deshacerse de disidentes, espías que hacían contrainteligencia o periodistas que destapaban las cloacas de sus Gulags en Europa del Este. En 1978 el escritor búlgaro Georgi Markov, instalado en Londres tras huir de la censura por sus escritos, sintió en su pierna el pinchazo de un paraguas cuando cruzaba el puente de Waterloo, que le produjo la muerte un día después.

Inglaterra ha sido refugio de quienes huyeron del comunismo y hoy en día continúa siéndolo para los que consiguen bajarse de la noria mafiosa del entorno de Putin. Sin embargo, los sicarios del Kremlin se mueven a sus anchas en las sombras de la capital británica al acecho de los "traidores". No en balde, en la jerga de estos personajes sacados de las novelas de John Le Carré se refieren a "Londongrado", porque en sus calles ya hay más topos de Putin que disidentes.

En este "Londongrado" lluvioso y con bruma, fue donde el ex KGB Alexander Litvinenko perdió la vida en 2006, días después de tomar el té con un agente encubierto que despachó Moscú en calidad de ángel de la muerte. El mundo entero siguió en directo la lenta agonía de Litvinenko en un hospital londinense, víctima de envenenamiento con polonio 210. Tras este incidente, oligarcas y exsocios de Putin exiliados en Inglaterra han caído como moscas en episodios misteriosos que llevan el sello de las mazmorras del KGB donde se formó concienzudamente el mandatario ruso.

El penúltimo capítulo de esta Guerra Fría que no decae lo han protagonizado Sergei Skripal y su hija Yulia en la tranquila localidad de Salisburry. Padre e hija fueron encontrados inconscientes en un banco de un centro comercial donde habían ingerido una comida secretamente rociada con gas nervioso. A este exespía que acabó trabajando para los servicios de inteligencia británicos ya se le habían muerto la esposa y un hijo en circunstancias extrañas. Sus antiguos jefes le pisaban los talones. Ni él ni su estirpe se librarían de una lección que sirve de ejemplo para quienes osen enfrentarse a Putin.

Theresa May, los líderes de Europa y el presidente Donald Trump, a quien inexplicablemente le cuesta marcar distancias con su par ruso, hoy condenan este acto y señalan al Kremlin como el gran orquestador de estos crímenes de encargo con sustancias cada vez más sofisticadas y mortíferas.

Entretanto Putin se ríe en sus caras e hincha su torso hipermusculado, demostrando que él es el rey de la selva. Fueron muchos años de formación estalinista pura y dura. Un té con Putin puede ser una cuestión de vida o muerte.

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