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Con un pie en la calle

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GINA MONTANER
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La desescalada ha comenzado. Desde España, donde la gente sale de un confinamiento riguroso y se asoma a las calles entre la cautela y el entusiasmo desbordado, a gran parte de Estados Unidos, donde ni siquiera en Nueva York, centro urbano muy golpeado por la pandemia, las regulaciones han sido tan estrictas como en algunos países europeos en los que el Covid19 ha dejado una terrible estela de muertes.

Se trata de una realidad matrix que parece tener dos dimensiones: la de las serias advertencias de los científicos más reputados avisando de que, sin visos de que en menos de un año haya una vacuna, el virus está presente, es altamente contagioso y diez veces más letal que la influenza. Y ese otro plano de quienes proclaman que ya es hora de recuperar el pulso de la vida, salir y retomar los asuntos donde quedaron suspendidos a principios de marzo, cuando hubo un estallido oficial de algo que desde hacía meses avanzaba de continente en continente.

En las fases de reapertura que los gobiernos y autoridades locales diseñan con una mezcla de asesoría de expertos y de puro tanteo ante una amenaza cuyas consecuencias apenas estamos conociendo, ya se ha dado el pistoletazo de salida. Se trata de una carrera al azar en la que los ciudadanos son corredores que se aventuran a la intemperie sin saber a ciencia cierta qué destino les espera en una prueba llena de obstáculos.

Para muchos, los que se apresuran a pedir cita en la peluquería y reservar en su restaurante favorito, la desescalada tiene algo de pensamiento mágico que parece igualar el arranque de los cafés, tiendas y espacios públicos con el retorno de los tiempos pre pandemia. Y luego están los otros, a los que el regreso a ese mundo que quedó del otro lado de sus hogares amurallados hoy les resulta inhóspito y difícil de reconocer. Salir a su reencuentro es como sortear un campo minado.

Desde Madrid un buen amigo me envía fotos de sus caminatas al amanecer, en un horario, al menos por ahora, reservado a las personas de la tercera edad y quienes hacen deporte. La ciudad está casi desierta y en la tímida luz arrastra heridas impensables hace unos meses. Mi amigo es de los que ahora pasea evitando las concentraciones del gentío y en la quietud de su piso se siente más arropado que en las calles de su barrio, antaño llenas de alegre jaleo.

Lo comprendo. En víspera de calendarios que vuelven a avanzar, las fases y planes de la desescalada producen más vértigo que alivio. La desazón de quien quedó atrapado en un cuento de terror y al poco tiempo le dicen, “Hala, sal al bosque.” Pero ¿acaso el monstruo ya no anda suelto? Las mascarillas, los guantes, los desinfectantes y la distancia social son las armas de las que disponemos para salir de la nave espacial y combatir a Alien. El coronavirus es el octavo pasajero de la película que nos ha tocado protagonizar.

Como si el estado de emergencia hubiera sido producto de una calculada exageración, hay quienes pregonan que la economía no puede estar un día más paralizada porque eso sí que conduce al colapso. Un sentimiento que se extiende a la par que se diseminan teorías conspirativas y militantes de libertades individuales que, dicen, se reprimen en nombre de medidas extremas. Voces estridentes que chocan de frente con los conocimientos de científicos que les piden prudencia a los políticos antes de agitar y confundir a las masas.

¿Habrá quien piense que los más de trescientos mil muertos en todo el mundo forman parte de un universo paralelo que no nos toca de cerca? El pensamiento, también mágico, de que los males sólo les ocurren a otros en lugares lejanos y que estamos (valga la ironía) inmunes a ese pozo de oscuridad que se ha tragado tantas vidas.

Ahora, con un pie en la calle, nunca la soledad del confinamiento ha sido más acogedora antes de echar a correr sin rumbo cierto.

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