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Morir de karoshi

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GINA MONTANER
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Trabajar largas horas de manera permanente puede matar. Así lo determina un estudio de la Organización Mundial de Salud (OMS), tras comprobar que las jornadas laborales de más de 55 horas semanales representan un peligro serio para la salud.

No es la primera vez que un estudio apunta a que la carga excesiva de trabajo acaba por incidir principalmente en enfermedades cardiovasculares, aumentando las posibilidades de sufrir infartos o isquemias. A nadie debe extrañarle que sobrepasar 40 horas semanales tenga consecuencias nefastas tanto física como mentalmente. En realidad, lo que resulta asombroso es la docilidad con que las personas aceptan y se adaptan a condiciones laborales que a todas luces son un obstáculo para una mínima calidad de vida. En Estados Unidos, por ejemplo, basta con ver (al menos antes de la pandemia) oficinas llenas de cubículos con empleados que comen en sus escritorios, apenas se levantan para caminar y continúan trabajando en sus casas. De hecho, las interminables y sedentarias jornadas laborales están estrechamente vinculadas a una epidemia de sobrepeso que contribuye a altos índices de mortandad.

Si hay un país en el mundo que ha sido pionero de la muerte por exceso de trabajo es Japón, donde hay hasta un término, karoshi, que lo define y tipifica legalmente desde 1987. En la sociedad nipona, donde trabajar 60 horas semanales no es inusual, el ministerio de Sanidad llegó a reconocer esta causa de muerte; cuando se comprueba que un trabajador murió de karoshi, la familia puede recibir compensación económica tras perder a un ser querido en el acto heroico de, nunca mejor dicho, dejarse la vida en una oficina.

A pesar de que los tiempos han cambiado mucho y ya las siestas en sociedades mediterráneas como las españolas e italianas comienzan a ser una costumbre del pasado, defender el derecho al ocio frente al exceso laboral es una práctica sana que puede ser la clave para una larga vida. Paradójicamente, no es menos cierto que los laboriosos japoneses son los mas longevos del mundo, seguidos, eso sí, por los españoles, firmes defensores de “Trabajar para vivir”, en contraposición al lema de “Vivir para trabajar”. A diferencia de Estados Unidos, donde anualmente muchas personas renuncian voluntariamente a sus días de vacaciones –según una encuesta de American Travel Association un 55% no toma todos los días libres de los que dispone–, en Europa descansar más de dos semanas seguidas en el verano no es considerado un síntoma de pereza, sino un derecho laboral que ayuda a cargar las pilas.

Fue el franco-cubano Paul Lafargue quien en 1880 escribió el manifiesto El derecho a la pereza. En su critica marxista del capitalismo reivindicaba el “sueño de la abundancia y el goce, de la liberación de la esclavitud del trabajo.” Una buena proclama, salvo por el error de no anticipar que el “paraíso del proletariado”, lejos de liberar a los trabajadores, los esclavizó aún más mediante un sistema de producción ineficaz y un modelo político que reprime la libertad individual. Pero en su ensayo utópico Lafargue sí acertó en aspirar a que las jornadas y condiciones laborales fueran más benignas.

Volviendo al presente, la OMS señala que se producen unos 745.000 fallecimientos al año por problemas del corazón ligados a la modalidad de esclavitud laboral moderna, en la que los empleados están perpetuamente conectados a sus trabajos y sin apenas tiempo para un respiro. No hay que avergonzarse de desconectar. Permitir que cuerpo y mente puedan escapar a otros confines más allá de las oficinas, habitáculos y hogares transformados en despachos. Olvidar contraseñas, correos, mensajes de texto, convocatorias por Zoom. Que la única meta, al menos por unas semanas, sea la de saciar los sentidos en el bálsamo del dolce far niente. De lo contrario, corremos el riesgo de morir de karoshi antes de tiempo.

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