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Otro Gulag en otro tiempo

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GINA MONTANER
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Era de esperar. El opositor ruso Alexei Navalny está bajo condiciones severas en el penal donde cumple una condena gracias a maniobras de las autoridades rusas para sacarlo del juego político.

Desde que Vladimir Putin comprendió que podía hacerle sombra, el presidente ruso ha jugado sucio para quitar de en medio a quien podría arrebatarle en las urnas el poder que pretende retener indefinidamente.

En realidad, lo sorprendente es que todavía Navalny siga vivo si se tiene en cuenta que, según afirma el más acérrimo crítico del gobierno, el Servicio de Seguridad (FSB) en más de una ocasión lo ha intentado asesinar. El pasado verano sufrió un envenenamiento durante un vuelo doméstico y fue en un hospital en Alemania donde lo salvaron de una muerte casi segura. El envenenamiento es una de las técnicas que el aparato de inteligencia del Kremlin emplea cuando la orden es eliminar cualquier voz disidente. Alguien como Navalny, que lleva años denunciado la corrupción de un gobierno autoritario que preside el país con la nostalgia de los tiempos del comunismo soviético, acabó por ser una figura incómoda.

A su regreso a Rusia tras recuperarse de las secuelas del envenenamiento por medio del agente nervioso Novichok, el reconocido activista sabía que un tribunal al servicio de los intereses de Putin lo condenaría. Como tantos opositores que luchan en distintas partes del mundo contra los desmanes de regímenes despóticos, eligió dar la batalla en su tierra natal antes que tomar la senda del exilio. Ahora, aislado en un campo de trabajos forzados a dos horas de Moscú, es víctima, según ha denunciado su abogada, de abusos por parte de sus celadores.

Al parecer los guardianes de Navalny lo despiertan cada hora a lo largo de la noche. Negarle el sueño a una persona es una modalidad común de tortura para quebrantar mentalmente al reo; también está padeciendo dolores en una pierna para los que apenas está recibiendo medicamentos. Poco a poco, la salud del preso político de mayor relevancia internacional se ve minada por el maltrato y la negligencia. Si sale con vida de este trance, el objetivo es convertirlo en un hombre roto por dentro y por fuera.

En su obra cumbre, Archipiélago Gulag, el desaparecido Premio Nobel de Literatura y disidente, Aleksandr Solzhenitsin, enumeraba las diversas torturas a las que eran sometidos los presos políticos en la era soviética para que confesaran crímenes que no habían cometido. Era vital para el régimen estalinista quebrar la moral de los presos hacinados en barracones.

De aquella URSS despiadada en la que Solzhenitsin permaneció encarcelado de 1945 a 1956 y su propia asistente personal acabó ahorcada tras ser torturada en un interrogatorio por haber guardado el voluminoso manuscrito del disidente, quedan ecos de un sistema que pisotea la libertad de expresión. Lejos de ser un político insertado en la corriente de las democracias abiertas, Putin persiste en las peores mañas propias del ex agente de la KGB que un día fue.

Tanto la Unión Europea como el propio gobierno de Joe Biden, que desde el principio ha marcado distancia con la anterior administración y el trato deferente que el ex presidente Donald Trump tenía con el gobernante soviético, han manifestado su voluntad de presionar al Kremlin en lo que respecta a la violación de los derechos humanos. Una de las prioridades debe ser exigir la liberación, o al menos garantizar la integridad física, de Navalny mientras dure su arbitrario encierro. Parece mentira que tantos años después de la publicación del demoledor testimonio de Solzhenitsin, lleguen noticias del maltrato en la colonia penal Número 2. Otro Gulag en otro tiempo.

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