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La Guerra Fría todavía arde

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Gina Montaner
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Si hay un entusiasta de las teorías conspirativas ese es Donald Trump. Un día antes de que salieran a la luz dos mil ochocientos de los treinta mil documentos que permanecían clasificados sobre el asesinato de John F. Kennedy, el presidente tuiteó que despertaba gran interés.

Abundan los pesimistas convencidos de que a estas alturas poco más se sabrá sobre este asesinato por la cantidad de flecos sueltos que no acaban de esclarecer los motivos ulteriores y las circunstancias que rodearon a Lee Harvey Oswald para llevarlo a ejecutar a Kennedy un soleado 22 de noviembre de 1963 en Dallas. Era el fin sangriento de Camelot y el principio de una colosal intriga política en la trama de la Guerra Fría.

De todas las teorías que han circulado a lo largo de los años, la que siempre ha tenido más fuerza por el contexto histórico es la de la presunta colaboración de Oswald con los gobiernos de Cuba y la ex Unión Soviética, en plena confrontación del bloque comunista con un presidente estadounidense que pronunció un discurso histórico a favor de la libertad a la sombra del Muro de Berlín.

Por lo pronto, ya comienzan a saberse detalles aquí y allá de un periodo convulso en el que, según se puede leer en la página web de los Archivos Nacionales. Después del asesinato un agente cubano afirmó que había tratado a Oswald y le constaba que tenía buena puntería; o que uno de los primeros planes de la CIA para asesinar a Fidel Castro era con pastillas envenenadas; en la larguísima lista de documentos también se menciona una conversación entre Robert Kennedy y funcionarios del FBI en la que el hermano del presidente comenta que ha tenido conocimiento de que la CIA se había acercado a la mafia con la proposición de que un sicario matara a Fidel Castro en Cuba por la suma de ciento cincuenta mil dólares. Antes de que Oswald apuntara certeramente con su rifle, Kennedy ya era un mandatario odiado por Castro y los soviéticos. En abril de 1961 la fallida invasión de Bahía de Cochinos puso de manifiesto el apoyo que su administración le estaba brindando a los exiliados cubanos que luchaban contra la dictadura castrista; y en octubre de 1962 el mundo había estado al borde de una guerra nuclear por la crisis de los misiles, un enfrentamiento en el que se impuso la prudencia de Moscú y de Washington al entusiasmo suicida de Castro, siempre dispuesto a la guerra antes que al entendimiento. En el vaivén de esta pugna, la CIA, alentada por el propio Kennedy, intentó numerosas veces matar a Castro en operativos que acabaron en estrepitosos fiascos. Al menos por su perfil, el de un fanático ideológico, Oswald encajaba perfectamente para convertirse en el letal mensajero. Aunque la comisión Warren descafeinó esta hipótesis, apresurándose a concluir que el francotirador solo era un lobo solitario, lo cierto es que el exmarine había vivido en la Unión Soviética, donde se casó y se vinculó al comunismo.

De hecho, Oswald llegó a formar parte del Comité Pro Justo Trato para Cuba, un grupo de presión creado por Castro y el Che Guevara. Casi dos meses antes de que Oswald apretara el gatillo, este pasó una semana en la Ciudad de México, donde, además de asistir a fiestas, se reunió con agentes de la inteligencia en las embajadas de Cuba y de la Unión Soviética.

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