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Gracias al cine que me ha dado tanto

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Gina Montaner
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Gracias a la vida es una famosa canción de la artista y compositora chilena Violeta Parra. Su letra es un canto a los regalos que proporciona vivir.

Después de ver Roma, la última película del cineasta mexicano Alfonso Cuarón, me vino a la mente el hermoso tema de Parra que inmortalizó Mercedes Sosa. Eso sentí a lo largo de la proyección en esa sesión mágica que es la primera hora de la tarde. En este caso, el blanco y negro de la cinta y los sonidos de la existencia diaria nos conducen, como ha dicho el propio Cuarón citando un poema de Jorge Luis Borges, al "montón de espejos rotos" que es la memoria.

Qué viaje tan sentimental, por momentos doloroso hasta reventar en lágrimas, al que nos invita el galardonado director de Gravity y Tu mamá también. Nos debemos a la memoria de las vivencias que nos forjan y rescatarlas del desván del recuerdo es un ejercicio de exorcismo y también de humildad. Cuarón amó el cine desde niño (y posiblemente fue su guarida para canalizar los primeros traumas) y a los que como él desde temprano reconocimos en el celuloide una deidad a la que reverenciar, nos une el amor incondicional por un arte que al menos en las grandes salas parece extinguirse poco a poco.

Roma es doblemente un sentido homenaje a la empleada doméstica que sostuvo con su entrega la fragilidad de un hogar de la burguesía mexicana y también a un barrio dentro del D.F. en el que Cuarón creció. Un retorno a las raíces centrado en un episodio especialmente emotivo para aquel niño soñador. Un chiquillo arropado por las mujeres en una casa en la que la figura paterna se esfumó; todavía inconsciente de que uno de sus pilares es esa criada —madre no hay más que dos y Cleo es la otra— que desde que sale el sol hasta que se pone trabaja para una clase social que repara en sus anhelos y carencias.

En verdad Roma es muchas cosas, pero sobre todo es adentrarse en una nostalgia que revuelve por dentro, porque no solo traslada a Cuarón a la calle de la colonia Roma donde vivió sus primeros años, al desaparecido cine América donde veía filmes que luego lo inspirarían, o esa playa en Veracruz donde junto a sus hermanos, su madre y Cleo (alter ego de Libo, la mujer que cuidó de él desde pequeño) descubre la intemperie de la vida. Las estancias en las que nuestras familias se amaron o se hicieron daño. Las personas ajenas que cuidaron de nosotros o a las que alguna vez les encomendamos que velaran por nuestros seres más queridos.

Desde hace tiempo para Cuarón era una asignatura pendiente hacer un alto en su periplo vital y regresar como el hijo pródigo a la semilla que le pobló la cabeza, a ese hogar que se deshacía, ese país que en los años setenta se desangraba en batallas políticas que hasta hoy perviven, esa humilde joven nacida para servir dentro de la perversa estructura del determinismo social en un mundo de castas.

La infancia es el universo del que salimos pero del que en realidad nunca nos vamos, pues la llevamos dentro como el escapulario de nuestra esencia. Todos tarde o temprano volvemos a esa calle, a esas personas que nos dieron todo sin esperar nada a cambio. Gracias al cine que me ha dado tanto. Me ha dado la risa y me ha dado el llanto.

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