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El festín de Maduro

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Gina Montaner
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En 1987 una cinta danesa, El festín de Babette, ganó el Oscar a la mejor película de habla no inglesa. En el filme, que está basado en un relato de la escritora Isak Dinesen, la preparación de una cena se convierte en un espectáculo de exquisitez y sensualidad culinaria.

No puede decirse lo mismo de las imágenes que se han hecho virales del gobernante venezolano Nicolás Maduro cenando opíparamente en un conocido restaurante en Estambul, donde hizo escala tras una visita a China en bus- ca de oxígeno para la maltrecha economía de Venezuela.

En el video se ve al mandatario bolivariano junto a su esposa comiendo un suculento chuletón que el chef del lujoso establecimiento, un excéntrico individuo llamado Nusret Gokce, conocido por el nombre de Salt Bae, antes corta la pieza con destreza de carnicero samurai.

Al parecer Gokce es famoso (confieso que no había oído hablar de él hasta que estalló el escándalo de la velada) y tiene dotes de showman a la hora de presentar sus platos, sobre todo si está agasajando a personalidades o figuras conocidas, sin importar el porqué son conocidas.

Es evidente que a este señor le da lo mismo servirle un buey a un gobernante como Maduro, indiferente a las penurias que sufren los venezolanos en un país donde encontrar harina para la tradicional arepa se ha convertido en una misión imposible. El negocio de Gokce es agasajar a los ricos y famosos para luego empapelar las paredes con memorabilia de celebrities.

Lógicamente, dentro y fuera de Venezuela los opositores al régimen de Maduro han criticado esta escena de derroche, calificándola de verdadera afrenta a un pueblo que pasa hambre. Las protestas en Miami, donde hay una sucursal del restaurante, no se han hecho esperar. Los exiliados venezolanos exigen el boicot a los negocios del chef turco.

Viendo a los venezolanos pidiendo justicia frente a quienes les trae sin cuidado su calvario, inevitablemente me devolvió a tantas instancias a lo largo de casi seis décadas en las que los exiliados cubanos se han desgañitado en manifestaciones para pedir solidaridad por su causa: desde protestas en conciertos de Silvio Rodríguez en Madrid (el autor de El unicornio azul es uno de lo mayores apologistas de la dictadura castrista), a sentadas frente a negocios vinculados al gobierno cubano o actos ante sus embajadas, enfrentados a los perennes simpatizantes de Fidel y Raúl Castro. Enfrentamientos que en ocasiones se han convertido en batallas campales con elementos de la policía política cubana —tienen el don de estar en todas partes— propinando golpes y patadas.

Siento una melancólica solidaridad con los venezolanos que hoy salen a las calles, esperanzados de que otros los secunden y no vayan más a los restaurantes del chef turco que se cree roquero y engorda a personajes lamentables como Maduro. Pero lo cierto es que la mayoría de las personas, al igual que el tal Salt Bae, no adopta las causas (casi siempre perdidas) de los otros. Es la indolente actitud a la que tiende el ser humano.

Pensemos en el caso cubano: una dictadura que se ha llevado por delante tres generaciones a fuerza de pobreza y represión. A Cuba van millones de turistas para disfrutar de sus playas y sus mojitos. A los hermanos Castro, tanto el que ya está muerto como a su hermano Raúl, que ahora vive como un feliz jubilado, les sirvieron en miles de restaurantes a lo largo y lo ancho del mundo y nunca les faltaron los mariscos más frescos en una isla donde el cubano medio tiene que buscar esos manjares en el mercado negro.

Solo por citar a dos tiranos del Caribe, ya que podríamos decir lo mismo de otros tantos autócratas que infestan el mundo. A fin de cuentas, cuando hace unos meses el presidente Donald Trump se sentó a almorzar copiosamente con el dictador norcoreano Kim Jong-un en un resort paradisíaco en Singapur, casi tuvo más trascendencia el menú degustación que los motivos de aquella cumbre. Los jefes de estado de las democracias comparten filetes con gobernantes que les niegan el pan y la sal a sus súbditos.

Es penoso que el chef turco se preste a tantas payasadas con Maduro, pero forma parte de la extendida frivolidad con que se trata a políticos de dudosa reputación. Sobran los artistas que les ofrecen conciertos privados a déspotas a cambio de un generoso cheque. O empresarios dispuestos a hacer negocios con el mismísimo diablo porque lo que prima son los intereses y no los principios.

Con o sin chef delante, Nicolás Maduro seguirá engullendo proteínas mientras los venezolanos languidecen con los estómagos vacíos. Es la norma donde se gobierna sin misericordia.

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