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Adios a los sobresaltos

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GINA MONTANER
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Mañana, Joe Biden se convertirá en el presidente número 46 de Estados Unidos. Se trata de una tradicional ceremonia que hasta ahora se había celebrado sin mayores sorpresas y con rituales como un desfile y la asistencia de un público jubiloso.

Sin embargo, en esta ocasión el ex vicepresidente vivirá un día tan especial en una ciudad sitiada por la pandemia y por las amenazas de los grupos de extrema derecha que ya han pasado a la historia por el violento asalto al Capitolio del pasado 6 de enero.

En realidad, desde que Biden ganó las elecciones en noviembre llegar a la toma de posesión se convirtió en una hazaña casi tan difícil como alcanzar la cima del Everest. Era el plan del presidente Donald Trump aguarle la fiesta a su rival a cualquier precio. El único escenario aceptable para él era su triunfo. Todo lo demás debía caer en el agujero negro de las mentiras y las teorías de conspiración. A fin de cuentas, se trata del mundo según Trump y en su órbita no hay cabida para más ganadores.

Es verdad que no le queda más remedio que sacar los trastos de la Casa Blanca y refugiarse en alguna otra parte donde halle incondicionales dispuestos a secundarlo, pero con sus acciones Trump ha conseguido amargar un acontecimiento trascendental de la democracia: ese periodo sagrado en el que el mandatario saliente protagoniza una transición que garantiza el traspaso de información vital de una administración a otra. Se ha visto en el pasado, pero esta vez todo ha saltado por los aires en un claro intento por boicotear y deslegitimar la irrefutable victoria del demócrata.

En víspera de tan singular acto en el que Trump no hará acto de presencia porque eso sería invalidar la fabricación de que hubo fraude electoral, Washington D.C. ofrece el aspecto de una ciudad en guerra, blindada con todos los agentes del orden y tropas que desafortunadamente faltaron el día en que las turbas asaltaron la sede del Congreso con el objeto de impedir la certificación de Biden como presidente electo. Resulta desolador confundir las inmediaciones del Capitolio con una zona de batalla.

Trump y su entorno no estarán presentes para acoger a la nueva familia que ocupará la Casa Blanca y desearle suerte ante el reto de tomar las riendas con un país sumido en una grave crisis sanitaria y económica. A propósito se marchan sin mirar atrás, indiferentes al daño tan grande que se le ha infligido a la nación a lo largo de cuatro años de un mandato caprichoso y, sobre todo, centrado en la misión de cargarse los cimientos de las instituciones democráticas. Hubo momentos en los que la Casa Blanca era un desfile de aduladores dispuestos a obedecer ciegamente al volátil gobernante.

En medio del cariz autoritario que deja la estela de la presidencia de Trump, la nueva administración desembarca en un campo minado y rodeada, tal y como reflejaron las terroríficas imágenes de la toma del Capitolio, de enemigos a los que no les temblaría el pulso a la hora de apretar el gatillo o poner una soga al cuello. No deja de ser tristemente irónico que mientras se agitaba en la campaña electoral el fantasma del avance de una supuesta embestida comunista, lo que se materializó fue una revuelta de corte fascista. En los ultrajados pasillos del Congreso se exhibieron sin pudor proclamas que justifican el Holocausto y toda la simbología del supremacismo blanco que sueña con la perversa mitología de Make America Great, que tiene mucho de limpieza étnica como subtexto entre las banderolas de la Confederación.

Cuando Trump asumió la presidencia pronunció un discurso con tonos ominosos que ya anticipaba el negro nubarrón. Confiemos en que a partir del 20 de enero se despeje el cielo en Washington D.C. La nación necesita urgentemente dejar atrás tantos sobresaltos.

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