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Hay varias maneras de triunfar en política. Está la de quien se venga de sus enemigos y los somete a la burla y la humillación, por considerarlos unos usurpadores oportunistas, que le quitaron algo que por naturaleza le pertenece.

Está también la de quien sabe que la victoria electoral es, probablemente después del orgasmo, el placer más efímero del que pueda disfrutar el alma humana, y que el derrotado no es más que uno mismo con un resultado adverso.

La diferencia entre quienes humillan y quienes tienden la mano es la dimensión de la grandeza espiritual del victorioso, tanto como lo es la de la gente que lo impulsó tan alto.

Acostumbrados como estamos al intento de hegemonizar, ningunear y adoctrinar a los súbditos, la sociedad uruguaya celebrará la victoria del republicanismo liberal, al mismo tiempo que buscará, apenas acallados los fastos, retomar una cotidianidad, hecha de ganadores y perdedores en partes casi iguales.

Lo único que diferencia radicalmente a quienes festejarán el domingo próximo de aquellos que verán frustradas sus expectativas, es el peso de la responsabilidad, y esto tiene que ver tanto con el ejercicio del futuro gobierno como con la determinación de que los agravios y chicanas de esta campaña se olviden con rapidez.

Conviene, no obstante, no ser ingenuos ni pusilánimes sobre la naturaleza de algunos agravios y excesos que se han cometido desde el gobierno en estos últimos quince años.

No se trata tan solo del grandulón que, en su evidente superioridad muscular, menosprecia a sus víctimas. Es algo mucho más evidente y se llama ideología.

Está claro que el próximo gobierno deberá atender la demanda de trabajo y de seguridad mientras intenta poner en orden las cuentas públicas, pero no tendrá éxito si no comienza a procesar desde el principio un trabajo profundo y de largo plazo que le devuelva a la sociedad uruguaya la laicidad perdida.

Nos referimos a una laicidad entendida como la posibilidad de cualquier persona de sentir que el Estado la representa y cobija; que es la expresión de toda la comunidad, y no está puesto al servicio de las preferencias ideológicas, la sensibilidad ni los caprichos estéticos de los que mandan.

Es más fácil conocer la cantidad de acomodados por los sucesivos gobiernos del Frente Amplio y reducir la lista drásticamente, que identificar, una por una, las innumerables acciones y políticas públicas que no tenían por objeto mejorar la calidad de vida y los derechos de las personas, sino controlarlas, utilizarlas e imponerles poco a poco sus dogmas.

La superioridad moral de las concepciones liberales está en su convicción de que no es legítimo excluir a nadie que actúe pacífica y legalmente, ni erigirse en juez de las conductas humanas sino apenas propiciar una convivencia pacífica, basada en la aceptación de la diversidad y en un Estado garante de los derechos de todos.

Mayor bienestar y libertad en una comunidad unida, que procesa sus conflictos de manera cooperativa y dialogante. Ese debería ser el propósito del nuevo gobierno para los próximos cinco años. No será sencillo, pero es impostergable.

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