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El nombre de la trama

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Con Diego Forlán vistiendo la camiseta de Peñarol y Amodio Pérez caminando por Montevideo, Uruguay parece vivir bajo un manto de irrealidad. En un país donde nunca pasa nada, de golpe comienzan a ocurrir fenómenos inesperados. Solo queda esperar que en pocas horas, algún cazafortunas desentierre el tesoro de las Masilotti y acabaremos de dar por tierra con los mitos más populares del último siglo.

Con Diego Forlán vistiendo la camiseta de Peñarol y Amodio Pérez caminando por Montevideo, Uruguay parece vivir bajo un manto de irrealidad. En un país donde nunca pasa nada, de golpe comienzan a ocurrir fenómenos inesperados. Solo queda esperar que en pocas horas, algún cazafortunas desentierre el tesoro de las Masilotti y acabaremos de dar por tierra con los mitos más populares del último siglo.

El tupamaro Amodio (¿se le puede llamar de otra manera?) vino a encontrarse con su pasado y a enfrentar a sus antiguos compañeros, y allí está, entrampado en una telaraña de la que no puede salir. Denuncias, acusaciones, una jueza que da marcha atrás por una llamada del Ministerio del Interior, un abogado que lo señala, ya no como traidor sino como “paramilitar” y todo bajo la sospecha de que, en algún punto, está operando el brazo justiciero de la “orga”, o el entusiasmo de funcionarios que quieren quedar bien con sus superiores.

El escritor Hugo Fontana, autor de “La piel del Otro (la novela de Héctor Amodio Pérez)”, me decía que la diferencia entre Amodio y sus camaradas de armas fue que estos negociaron con los perdedores del proceso golpista de 1973 (los militares “peruanistas”) y aquel con los ganadores. Amodio Pérez repite en su defensa la misma lógica antidemocrática del resto del MLN. A la pregunta sobre si está arrepentido de algo, responde que se lamenta por sus errores. Un calco de los dichos del ministro de Defensa, Eleuterio Fernández Huidobro, quien alguna vez afirmara que solo se arrepiente de no haber luchado más.

No equivocarse y luchar más significa que no hay remordimiento por haber atentado contra las instituciones democráticas, mandar a morir a jóvenes idealistas casi inermes, matar a sangre fría a un peón indefenso, asesinar a traición a cuatro soldados encerrados en un jeep, secuestrar a quienes consideraban culpables, en su arbitraria versión de la justicia.

Ningún tupamaro contó toda la verdad. Tampoco lo hicieron los militares ni los dirigentes políticos de la época.

La versión de Amodio completa el puzle guerrillero: los tupamaros se alzaron contra el sistema democrático y no fueron la consecuencia de la crisis nacional sino una de sus principales causas. Al menos Amodio dice sin vueltas, cuarenta años después, lo que el resto de sus excompañeros solo lo hizo con circunloquios: la razón por la cual acudieron a la violencia armada es que la vía electoral estaba cerrada… ¡en 1963!

Buena parte de sus palabras son sentencias autoexculpatorias o argumentos inextricables, que solo podrían confirmar testigos muertos. El resto es palabra de tupamaro: mesianismo, complots, pactos en las sombras, traiciones, y por cierto, el desprecio absoluto por la democracia y por el prójimo.

Amodio Pérez será recordado siempre como un traidor, pero su testimonio nos recuerda que los tupamaros y los militares golpistas son los nombres de la trama de traiciones que nos llevó al despeñadero, partícipes necesarios (aunque no exclusivos) de ese demonio que convenció a tantos, de que las reglas de juego democrático y el respeto por la vida humana eran apenas unos prejuicios molestos que se debía remover, como si se tratara de piedras en el zapato.

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Gerardo Sotelo

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