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Motivos de Protágoras

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GERARDO SOTELO
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El relanzamiento en Uruguay del Pen Club Internacional, la prestigiosa asociación mundial de escritores con sede en Londres, ha sido una buena ocasión para reflexionar, junto a otros respetados colegas, sobre la libertad de expresión.

La determinación de los poderosos de reprimir la difusión de ideas y opiniones con alguna excusa más o menos plausible no es un invento reciente. El caso de Protágoras, filósofo sofista del siglo V A.C. es bastante emblemático por cuanto su voz no fue censurada por sus certezas sino por su escepticismo.

“Respecto de los dioses, decía Protágoras, no tengo medios de saber si existen o no, ni cuál es su forma. Me lo impiden muchas cosas: la oscuridad de la cuestión y la brevedad de la vida humana.”

No se sabe cuál fue la condena que le impusieron los jueces del Areópago (Protágoras moriría en un naufragio viajando hacia Sicilia, acaso para su exilio); lo que sabemos es que sus obras fueron quemadas. Una sociedad bastante tolerante en materia religiosa sucumbía, llegado el caso, a la tentación del dogmatismo. Dos mil años después, en 1644, John Milton se plantaba firme ante este tipo de exabruptos de la autoridad. “El Estado será mi gobernante, pero no mi crítico”, decía el poeta inglés. En nuestros días, Milton sentiría una enorme frustración ante los avances de ciertos postulados represivos, algunos con estatus de ley.

Estas antiguas formas de censura la tenemos en la Ley 19.580, denominada “de violencia hacia las mujeres basada en género”. En su Art. 6, Literal G, se habla de “violencia simbólica”, lo que incluye la ejercida a través de “valores, símbolos, íconos, imágenes, signos… que transmiten, reproducen y consolidan relaciones de dominación, exclusión, desigualdad y discriminación, que contribuyen a naturalizar la subordinación de las mujeres”.

En el literal M se configura la denominada “Violencia mediática”, entendida como toda publicación o difusión de mensajes e imágenes, que de manera directa o indirecta “construya patrones socioculturales reproductores de la desigualdad o generadores de violencia contra las mujeres”.

La ley da por supuesto que fiscales y jueces (presumiblemente asesorados por peritos semiólogos, publicistas, cineastas, sociólogos, politólogos, economistas y tal) deban desentrañar la compleja argamasa semiótica de los mensajes y las imágenes, además de discernir sobre qué patrones reproducen la desigualdad.

Aunque la “oscuridad de la cuestión” le impida a esa legión de especialistas sostener una única consensuada sobre el litigio, todos estarán obligados por ley a aceptar que la reproducción de la desigualdad tiene una naturaleza sociocultural, y de paso, resolver qué valores pueden expresarse libremente u cuáles no.Tenemos de nuevo un dogma impuesto por ley. El Estado no sólo es nuestro crítico en materias esencialmente controversiales, sino que puede convertirse en nuestro represor si sostenemos tesis que no se ajustan al nuevo dogma.

Si alguien piensa que estamos ante un problema hipotético y menor, al menos en comparación con los niveles de represión en Venezuela o Nicaragua, se equivoca. Un país donde el parlamento vota una ley de esta naturaleza dos mil quinientos años después de Protágoras, tiene motivos suficientes para preocupares.

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