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Invadidos

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Gerardo Sotelo
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Existe una remota posibilidad de que los cuatrocientos soldados de Estados Unidos y otros 19 países que llegarán en Uruguay durante la cumbre del G20, decidan unir sus fuerzas y conquistar nuestro pequeño y remoto paraíso.

Atentos a esa improbable pero fastidiosa hipótesis, algunos sectores del oficialismo, e incluso de la oposición, pusieron el grito en el cielo.

La reacción (nunca tan oportuno el sustantivo) fue variada pero rimbombante, e incluyó recuerdos de la guerra fría, advertencias sobre una posible invasión yanqui y la resaca propagandística de Roger Waters contra Donald Trump.

Ante semejante sarpullido patriótico, el ministro de Defensa, Jorge Menéndez, se vio en la situación de tener que argumentar lo obvio. Menéndez recordó que Uruguay tiene convenios y tratados de cooperación que lo comprometen a brindar apoyo logístico. Como se trata de gobiernos amigos, y las fuerzas visitantes dicen venir en son de paz, no habría razón para negarse.

Por fortuna para ellos, las palabras de Menéndez no dejan lugar a dudas de que Uruguay no prevé invadir Estados Unidos ni emprender una guerra contra el ejército ruso, ni mucho menos, y por decir algo, destruir con un ataque fulminante de su Fuerza Aérea el creciente poderío de los aviones de guerra saudíes.

La reacción popular ante la noticia no se hizo esperar y las redes sociales explotaron de ocurrencias. Algunas personas sugerían que Uruguay debía aprovechar la presencia de marines o efectivos de la Delta Force para pedirles que nos ayudaran combatir el delito, o al menos el abigeato.

Hubo madres casamenteras que anidaron sueños de bodas con ceremonia militar, incluyendo el pasillo de sables sobre los tortolitos, y gente que advirtió sobre el riesgo de que los yanquis terminaran reaccionando violentamente si algunos de sus soldados fueran víctimas de rapiña, y aún pudo leerse cómo algunos uruguayos, de sentimientos patrióticos más laxos, reclamaban que el desembarco se tradujera en invasión y conquista. Por lo visto, la gente común suele tener reacciones más sensatas y divertidas que algunos de sus dirigentes políticos.

Hay una línea delgada que separa la retórica patriótica del ridículo, y que cualquiera que tenga un mínimo sentido de la realidad puede apreciar. Cumpliéndose los trámites y el protocolo del caso, no hay razón para que Uruguay se niegue a colaborar con países amigos.

Por el contrario, una negativa podría tomarse como un gesto de hostilidad.

La defensa de la soberanía de un país de las características de Uruguay se realiza mejor poblando armoniosamente el territorio, apostando a una educación de calidad, aplicando políticas sociales que liberen a los beneficiarios de las cadenas de la miseria y el asistencialismo, desterrando de una vez las lacras de la corrupción y el acomodo, y haciendo oír nuestra voz en defensa del derecho internacional y la solución pacífica de las controversias.

Ese tipo de reacciones solo pueden tener consecuencias negativas y dejan la impresión de que, a ocasiones, nos vemos invadidos por nuestros perjuicios y nuestra estulticia; "esa careta idiota que tira y tira para atrás", como habría dicho, en su vaporosa genialidad, el gran Charly García.

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