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Gerardo Sotelo
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Los datos sobre competitividad difundidos la semana pasada y el debate sobre la jubilación de "los cincuentones" puso de manifiesto uno de los dilemas a los que se enfrenta el país: los principales problemas de nuestra sociedad coinciden con los asuntos que la interna del oficialismo no puede resolver.

El Índice de Competitividad Global elaborado por el Foro Económico Mundial ubica a Uruguay en el puesto 76 en el ranking mundial, cuarto entre los países de Sudamérica y séptimo en Latinoamérica y el Caribe. Una performance bastante pobre y preocupante, pero no tanto como la que genera la consideración detallada de nuestras limitaciones.

Según el informe, Uruguay se encuentra rezagado en cuestiones tales como tamaño de mercado, estabilidad macroeconómica y eficiencia del mercado laboral, y bajando significativamente en Salud y Educación Básica. El menú es desafiante pero podría comenzar a generar avances en una lógica política diferente a la actual, que está basada en la mayoría parlamentaria del oficialismo y en su necesidad de mantener la unidad interna.

Como en su seno conviven sectores que tienen posiciones diferentes (e incluso antagónicas) en cuestiones fundamentales, buena parte de sus debates culminan en soluciones parciales y coyunturales.

La necesidad de atacar la elevada carga fiscal, la burocracia ineficiente, las restricciones normativas en materia laboral, la adecuación del sistema educativo a la realidad del mercado de trabajo, las limitaciones al comercio exterior y la falta de infraestructura, se estrella contra la realidad política de la fuerza de gobierno.

Si se observa la lista de asuntos que compromete nuestra competitividad como país, se encuentra el corazón de cualquier programa de gobierno. Lo curioso del caso es que, en la mayor parte de los problemas, existe un nivel de acuerdo bastante amplio entre las fuerzas políticas del país.

Las dificultades para que esos acuerdos se conviertan en políticas públicas no están en la institucionalidad democrática, en la cultura política ni en la falta de recursos o créditos para financiar lo que sea necesario. En todos esos aspectos, Uruguay es un país que sobresale, al menos frente al siempre convulsionado escenario continental.

Este debería ser un punto cardinal en la campaña de la oposición. El camino que queda por recorrer no va a poder transitarse si el Frente Amplio sigue en el gobierno porque su capacidad de sintetizar las diferencias internas parece haber llegado a su fin.

Lo que no le está quedando claro a la porción del electorado uruguayo que decidirá quién gobierna es que la oposición ofrezca una agenda de cambios posibles, que sea capaz de articular una nueva mayoría y que tenga el coraje político para enfrentar a los enemigos del cambio e instrumentar estas transformaciones.

Si la campaña electoral del 2019 transcurre en un clima constructivo, este debería ser su eje fundamental y el principal desafío de oficialismo y oposición: demostrar que uno u otro son capaces de conducirnos hacia un futuro de transformaciones y prosperidad, y no de estancamiento y parálisis.

Casi nada.

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