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El gesto público

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Gerardo Sotelo
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El oficialismo se apresta a aprobar una rendición con aumento del gasto público y del déficit fiscal a pesar de que todas las señales nacionales e internacionales son amenazantes, cuando no francamente negativas.

La idea de que las cuentas públicas son un botín de guerra del gobierno es una de las características de los países que tienen dificultades para desarrollarse y suele corresponderse con un sistema político frágil, corrupto o irresponsable.

En el caso de Uruguay, la situación es más preocupante porque el ministro Astori es lo más parecido a la seriedad y la austeridad que ofrece el oficialismo, lo que debería advertirnos sobre cuál sería la situación si la economía cayera un día en manos de los aventureros.

Es significativo que, siendo Uruguay un país de alta calidad democrática y desarrollo humano, aparezca entre los peores países en materia de eficiencia del gasto público.

Así, mientras figuramos en el puesto 18 en el índice de democracia y 54 en el de desarrollo humano, caemos hasta el lugar 117 en eficiencia en el manejo de las cuentas públicas.

En vísperas de la campaña electoral, la sociedad uruguaya debería plantearse cómo sortear esta doble trampa: la de un sistema político que, llegado el momento, organiza el gasto en función de perpetuarse en el poder y a cuenta de quienes van a heredar el gobierno.

Más que con el gasto público, la mejora comienza con la calidad del gesto público, entendiendo por gesto, según lo que indica la Real Academia de la Lengua, un "acto o hecho que implica un significado o una intencionalidad".

Si de verdad queremos jugar en las grandes ligas, nuestros dirigentes políticos deberían explicar algunos procedimientos, en caso de que les toque ocuparse del gobierno. Uno de ellos es la responsabilidad plena en el manejo de los dineros públicos. No se trata solo de no robar ni corromperse con los contratos y los contratistas, sino de comprometerse a que la planificación de los gastos no impacte negativamente sobre los ciudadanos del futuro, toda vez que esto sea posible.

Aceptar una mayor exigencia y contabilidad más precisa y severa, supone también decirle al votante cómo se va a poder evaluar la gestión al frente del país. En base a qué indicadores y en comparación con qué otras realidades y escenarios. ¿Con quién vamos a medirnos en materia de desarrollo humano, oportunidades, libertad económica, respeto a la ley y los contratos, seguridad, inversión, y calidad institucional?

Si podemos compararnos con los mejores en democracia y acceso a la tecnología, ¿por qué no podemos hacer lo mismo en eficiencia del gasto y en el mercado de trabajo, donde aparecemos bastante rezagados? Si no sabemos cómo la vamos a medir, la evaluación de gestión quedará condicionada, como siempre, por las habilidades propagandísticas de los gobernantes.

Finalmente, adoptar criterios y procedimientos más transparentes y exigentes limitaría la capacidad de maniobra de los gobernantes, al menos en sus expresiones más bizarras.

Aumentar la calidad de las decisiones ayudaría al país a subir al siguiente peldaño en su nivel de desarrollo humano e institucional. Al menos, sería todo un gesto.

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