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Defender “lo público”

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GERARDO SOTELO
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La sociedad uruguaya se encuentra bajo asedio. La sociedad occidental, con su Estado de derecho, su democracia y su sociedad civil, vientre y simiente de los derechos humanos, está igualmente bajo asedio.

No resulta fácil determinar si se trata apenas de uno de los tantos empujes autoritarios, que hemos sabido sortear, no sin una dosis escalofriante de tragedias, en los últimos dos siglos y medio. Aunque fuera solo eso deberíamos tomarlo con la seriedad que se merece, pero hay buenas razones para creer que todo puede ir a peor.

El hecho más paradigmático, por la vulgaridad argumental de sus voceros, fue el intento de colonizar el espacio educativo público con manifestaciones abiertamente políticas en contra de un proyecto de ley. En el fondo, no estamos ante un tema meramente de ciencia jurídica ni de concepciones políticas o filosóficas.

El solo hecho de tener que recordar que la construcción jurídica y política a la que llamamos Estado, consiste básicamente en renunciar a ciertos espacios de libertad para preservar (y eventualmente incrementar) valores superiores y comunes, muestra hasta qué punto el discurso público de nuestra sociedad ha visto desvanecer su antiguo músculo republicano, laico y liberal. Un conjunto de presupuestos cívicos compartidos (quien más, quien menos) por toda la comunidad nacional.

Más que eso, estamos una vez más ante discurso que no puede soterrar su falta de escrúpulos: los mismos que promueven el asalto al espacio y el servicio públicos con sus discursos particulares (privados), ponen el grito en el cielo ante cualquier amague de privatización de los espacios y servicios públicos.

Es decir, pretenden hacernos creer que la privatización de lo público es una calamidad solo si no son ellos los beneficiarios, o si no hay móviles económicos en juego, salvo los propios.

Lo mismo ocurre con la defensa de las libertades, la tolerancia al discurso ajeno, el respeto a los derechos humanos (de “lo público”, en suma), y todo elemento constituyente del arsenal de valores de la modernidad.

La revolución en marcha (el asedio a la modernidad, de la que el tribalismo de “los colectivos” es solo su expresión más descarnada) no sería tan solo el vacilar de las cosas, como decía Hegel, sino la incertidumbre de no saber a qué atenernos; es decir, de no saber si “lo público” va a ser, finalmente, el espacio físico y discursivo en el que todas las personas puedan sentirse respetadas y protegidas, de modo de poder convivir y enriquecernos de nuestras diferencias, o si va a convertirse en el tinglado de la guerra civil, dicho esto sin dramatizar, que supone la confrontación de propagandas, dogmas, poder, organización y mañas.

Como si esto fuera poco, el asedio transcurre sobre un trasfondo colectivista, en el que los derechos y las dignidades de la persona no derivan puramente del “ser” (humano, sin más vueltas) sino del “pertenecer” a grupos, más o menos delimitables, de agraviados.

Esta mezcla de cinismo, amoralidad y colectivismo no es una inconsistencia del discurso autoritario y totalitario; es su pura esencia, y más vale andar prevenidos. No vaya a ser cosa de que a nuestra pasión por la libertad y la tolerancia se la confunda con la flojedad de los pusilánimes.

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