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GERARDO SOTELO
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La gravísima denuncia contra el músico Daniel Viglietti, fallecido en 2017, a quien se lo acusa de haber violado a una menor de su familia de 10 años de edad, expresa mucho más que la sordidez propia de este tipo de crímenes.

La celebridad y el lugar simbólico que ocupa el artista, han ensombrecido el dolor de la víctima y acaso, han conspirado para que se soterrara.

Viglietti ha sido venerado como un músico icónico por su calidad artística pero también por su severo compromiso con la revolución socialista en América Latina. De modo que las consecuencias de un cuestionamiento de esta naturaleza sobre un hombre que se presumía modélico, exceden a las de una simple estrella pop.

Buena parte de la izquierda latinoamericana es tributaria de los axiomas del socialismo revolucionario, que no se expresa únicamente como una ideología política, sino que reúne las características de una verdadera religión secular: tiene su dogma, sus utopías y epifanías, unos herejes a los que expulsar de la tierra prometida y unos santos a los que admirar y adorar.

Un ícono revolucionario no puede ser solo un artista. Debe convertirse en un ser modélico. Viglietti no era adorado principalmente por sus singulares dotes guitarrísticas y de compositor, sino porque era revolucionario, o, dicho de otro modo, porque era revolucionario debía ser modélico.

Esa es la diferencia sustancial con su colega Michael Jackson, de quien también se conocieron denuncias sobre abusos de menores después de muerto: a Jackson nadie lo tenía como un modelo de vida ni él pretendió pontificar sobre el punto. Tampoco hubiera tenido sentido que arengara a sus fans a matar y morir en nombre de Thriller o la caminata lunar; para eso hace falta convertir al oyente en feligrés, convencerlo de que encarna una causa sublime y gloriosa.

"Hay solo una cosa que perder: la paciencia y solo encontrarla en la puntería, camarada", cantaba Viglietti. Una monstruosidad del tipo de las guevarianas, “un revolucionario debe convertirse en una fría máquina de matar motivado por odio puro" o “para enviar hombres al pelotón de fusilamiento, la prueba judicial es innecesaria".

Tal colección de atrocidades solo puede repetirla co-mo un mantra quien haya renunciado a convivir con las infinitas contradicciones y matices de la realidad, y se ubique en un lugar de superioridad moral. Aquel “si es de izquierda, no es corrupto” no fue una burrada de Raúl Sendic, sino un apotegma pueril pero ampliamente aceptado.

La diferencia entre las concepciones marxistas revolucionarias y las de matriz liberal republicanas es que las primeras llevan al acólito al límite de valorar su función más que a su propia persona (y, por cierto, mucho más que a la ajena) y las segundas detienen su acción ante el derecho del otro, expresión afirmativa de su dignidad humana intrínseca. Una refleja una concepción laica y secular; la otra, una religión dogmática, también secular pero milenarista. Por eso la denuncia contra Viglietti se parece más al oprobio de los sacerdotes pedófilos que al esperpento de Jackson, y por eso mismo, las consecuencias existenciales en sus acólitos pueden resultar devastadoras. Más allá de que surjan declaraciones en cuanto a que lo dicho no corresponde con la realidad.

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