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Redes crispadas

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Francisco Faig
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En mi columna del 20 de enero escribí que Miranda, el gerente general del fondo de solidaridad de estrafalario salario, era hermano de Miranda, el presidente del Frente Amplio. No lo es.

Advertido de mi error, prontamente pedí públicamente las disculpas del caso que fueron aceptadas por Enrique Miranda. Hasta allí, nada que no haya ocurrido miles de veces en la historia de la prensa. Sin embargo, la difusión la semana pasada en redes sociales de esa información errada, por un tercero y sin ninguna mala fe, generó una reacción feroz de ataques personales: entre otros, a quien divulgó ese error hace unos días y a quien lo escribió en enero. Ambos, también en redes, pedimos las disculpas del caso, aunque no bastó para calmar algunos agresivos ánimos.

Hay una interpretación muy legítima que es que todo esto no es más que un vaudeville de chusma moderna al que no hay que prestar atención. Empero, el espacio que ocupan las redes sociales en el debate político —en particular Twitter— no puede soslayarse, con sus tres consecuencias percibidas en la anécdota aquí narrada.

Por un lado, la amplificación histérica que genera una sobrerreacción de cierto mundillo politizado, con el ya conocido linchamiento en redes: una especie de circo romano adaptado a la globalización del siglo XXI. Por otro lado, la incapacidad de ponderar argumentos y la simplificación en una red social que aprecia lo sencillo, el destello, lo fácilmente entendible sin mucha reflexión. Finalmente, el efecto del intercambio virtual por teclado interpuesto, que se desentiende de las inhibiciones sociales que son las que aseguran cierta urbanidad cuando el diálogo o la diferencia de pareceres se dan personalmente.

El problema no es tanto el viejillo con perfil de abuelo adorable que vomita su frustración izquierdista insultando a mansalva en redes sociales; o la señora más bien redonda, con cara de buena como el pan, que se transforma en un soldado ninja del computador para denunciar, rabiosa, una enésima campaña de mentiras de El País, la oligarquía y la ultraderecha goebbeliana, que antes se ensañaron con el pobre Sendic, incluso desde Atlanta, y que ahora atacan a Javier Miranda. En democracia deben aceptarse estas catarsis que expresan oscuras y hasta delirantes tribulaciones, porque eso es también la libre expresión.

El problema es cuando las elites políticas, en el sentido amplio, se suman a esa histeria. Como, por ejemplo, el caso de algún universitario, que tanto te escribe de teoría política como te hace una terapia o te asesora en un ministerio de obras (las dos últimas tareas, eso sí, bien remuneradas), que promueve la crispación en redes socia- les dando por obvia la mala fe de su adversario, pero que al rato y con pose compungida señala su preocupación por el tono del debate público. Que el primer impulso de esos exponentes, de la izquierda en este ejemplo pero también los hay del otro lado de la grieta, sea suponer que un editorialista político escribe para mentir, describe bien la gran irritabilidad y desconfianza actuales. Pero sobre todo, muestra hasta qué punto esas elites asumen muy mal sus responsabilidades sociales y culturales.

Como viene la mano la campaña electoral de 2019 será, sin duda, de una enorme agresividad. Prepárese.

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