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Progreso y civilización

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Francisco Faig
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Se entiende mejor el difuso y persistente malestar actual si se lo analiza desde la doble perspectiva del progreso y la civilización.

En esta larga década frenteamplista toda la sociedad ha progresado en lo que refiere al disfrute de bienes materiales. Negarlo, minimizarlo o relativizarlo implica no solamente mostrar que se vive en una burbuja, sino que además es electoralmente muy tonto: la gente constata en sus ciudades y pueblos la multiplicación de nuevos bienes y sabe que su entorno ha ganado en prosperidad material. Las estadísticas son también contundentes. Por poner algunos ejemplos: en 2006, el 59% de los hogares tenía lavarropa, el 38% microondas, el 41% era abonado a TV cable, el 24% tenía microcomputadora y el 32% automóvil. Diez años más tarde, las cifras eran de 85%, 65%, 72%, 77% y 46% respectivamente.

El problema es que a la par de ese progreso hemos perdido sentido de civilización, entendida como creación espiritual, como decantamiento histórico de una cultura, como la intrahistoria (Unamuno) del país. Se nota, claro está, en la decadencia del sentido de urbanidad, sobre todo visible en las ciudades más grandes. Pero atañe también a dimensiones esenciales que hacen al plebiscito cotidiano de vivir juntos que es, en definitiva, una nación.

Por un lado, hemos perdido completa referencia de nuestra historia nacional y sobre todo de la del siglo XIX. Ha sido trocada por un relato futbolístico chovinista tan omnipresente como guiso: ejemplo de ello es la publicidad actual de los 23 Orientales sobre el mundial de Rusia, en el mes en el que se olvida por completo conmemorar a los 33 Orientales. Por otro lado, nuestra factura social es tan grave que es evidente que estamos generando futuros (y presentes) de diferencias inconmensurables: aquí los minoritarios socialmente integrados y que gozan de un relativo buen pasar, y allá lejos las mayorías populares que sobreviven con ingresos ajustados y en un entorno de violencia infernal.

La ausencia de historia larga integradora y de sentido colectivo fraterno fundado en valores comunes no es casualidad. Deliberadamente el Frente Amplio en el poder ha ido dejando en el olvido, por ejemplo, las conmemoraciones patrias. Y más a partir de 2010, la escalada de inseguridad y violencia, sobre todo en el mundo popular, ha ido rompiendo toda integración social forjada en un relato y en unas vivencias que den forma a cierta identidad nacional común.

El desprecio por los "pichis"; las bandas armadas que con total impunidad asesinan rivales; la pérdida del control territorial de barrios enteros por parte del Estado; la completa indefensión en la que pervive el pueblo trabajador, asaltado con impunidad recurrente; y la constatada periódica barbarie, con asesinados serruchados y dados a comer a los cerdos, con enfrentamientos a tiros de metralletas y asesinatos en partidos de fútbol barriales, o con familias echadas de sus casas y que lo pierden todo porque así lo define la banda narco de turno: todas realidades de nuestra intrahistoria que dan cuenta del enorme problema civilizatorio que sufrimos.

La barbarie social es el peor legado de la era frenteamplista. La sufren, sobre todo, los más humildes. El progreso sin la civilización termina mal.

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