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Pan blanco y carne

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Francisco Faig
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Tengo un amigo gallego cuyo padre llegó con una mano atrás y otra adelante al Uruguay de Maracaná. Con trabajo e inteligencia dejó millonarios a sus dos hijos. 

Ya de viejo, siempre contaba que lo que más le había llamado la atención al llegar a Montevideo era que la gente comía pan blanco y carne todos los días.

Ese gallego inmigrante tenía toda la razón de ver como excepcional algo en verdad tan común para el uruguayo medio de esa época. El excelente libro de Trujillo sobre Real de Azúa narra cómo se vivía en la España de los años cuarenta: se comía lo que se podía, campeaba la desnutrición, y la población estaba enferma de hepatitis, fiebre tifoidea, paludismo y disentería. En 1942, en algunas provincias como Jaén, la mortalidad infantil era del 33% del total de niños.

Tres cuartos de siglo más tarde, España es otra: más de la mitad de su población puede permitirse salir de vacaciones al menos una semana al año; comer carne, pollo o pescado al menos cada dos días; mantener su vivienda con una temperatura adecuada; afrontar gastos imprevistos equi-valentes a 650 euros (unos $ 22.000 nuestros); pagar sin problema sus gastos relacionados con su vivienda principal (hipoteca o alquiler, recibos de gas, gastos comunes, etc...) o sus compras hechas a crédito en los últimos 12 meses; y disponer de automóvil, teléfono, televisor y lavadora.

La realidad del Uruguay también cambió, pero con signo contrario: ¿acaso alguien cree que aquí, con el promedio de algo más de $ 20.000 de ingreso per cápita, la mitad de la población puede sin inconveniente alguno vivir como lo hace la mitad de los españoles de hoy en día? Por supuesto que no, a pe- sar de que en esta década aumentó el salario real y la capacidad de consumo de los uruguayos a niveles de los que no se tiene memoria.

La clave está en el declive relativo. Visto en el largo plazo, ocurrió que en estas siete décadas Uruguay, y Argentina también, perdieron calidad de vida relativa con respecto al mundo (y sobre todo al mundo hispanohablante). Comparativamente, no solo España sino también Chile por ejemplo, partieron de situaciones peores a la nuestra y hoy en día viven mejor que nosotros. Y este proceso tiene al menos dos consecuencias bien visibles.

La primera es pensar que con esta década de mayor bonanza quedamos a la par de la vida que llevan en España: el cuento de que vamos camino a ser un país de primera, de que somos un sitio amable para vivir y de que nuestro desarrollo se equipara al que teníamos en la época de Maracaná. Ninguna de esas afirmaciones es cierta. Simplemen-te, forman parte del discurso autocomplaciente de nuestra actual identidad nacional.

La segunda es que nos encerramos en sobrevalorar el avance de esta década sin percibir que otros han ido más rápido y mejor rumbeados. Entre nosotros hay demasiada gente que cree, por ejemplo, que el modelo de economía de mercado capitalista está en crisis en el mundo. Infelizmente, aquí nos juega muy en contra el espejo argentino: en la década kirch-nerista se propalaron allí discursos chovinistas y neosocialistas a los que nuestra izquierda prestó demasiada y benévola atención.

Los jóvenes hijos de mi amigo gallego están decididos a emigrar: esa sigue siendo la muestra inapelable de nuestro declive.

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