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Hay que avivar a la ranita

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Francisco Faig
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Hay un cuento que describe bien la situación que sufrimos con la inseguridad. Es el de la ranita en la olla en agua tibia que, al poner luego el fuego progresivamente más fuerte, no se da cuenta de que su situación empeora.

Porque si se piensa en la cantidad de hábitos distintos que hemos ido interiorizando por causa de la inseguridad en los últimos años, se hace evidente que al fin y al cabo nuestra vida cotidiana ha cambiado radicalmente. Y sin quejarnos demasiado, como la ranita, nos hemos ido acostumbrando a estar cada vez peor.

Algunos ejemplos de esos cambios: mayores gastos y molestias en alarmas de todo tipo, en el automóvil, trabajo y residencia, a los que se suman rejas por doquier; rutinas de salidas distintas en las que se intenta no volver de noche, a pie y solo al hogar —sobre todo si se es mujer—; evitar caminar con mucho dinero encima, pero tampoco andar sin nada porque ante una rapiña más vale tener algo para entregar; salir sin vestimentas o accesorios en general que puedan llamar la atención (reloj, pulseras, cadenas, etc.), tratando de pasar así desapercibido; estar atento al ruido de motos cercanas, porque son las que pasan rapidísimo por la vereda, empujan y roban; en el automóvil, no poner nunca a la vista la cartera y preferentemente esconderla en el baúl, y no dejar documentos u objetos de valor si se lo estaciona en la calle (a la hora del día que sea); evitar dejar la casa sola, sobre todo si se vive en barrios populares, de forma de desestimular el ingreso de ladrones que operan con total impunidad si ella queda sin gente; medir muy bien las salidas al aire libre, plazas o parques, por ejemplo, para ver cómo está el ambiente allí ese día, y sobre todo para prever regresar antes de que se haga la noche; al guardar el automóvil en la casa o en el edificio, fijarse bien previamente qué gente hay en las cercanías, para estimar si es seguro abrir el portón del hogar; pensar bien si se va al fútbol el fin de semana con la familia, en función de lo peligrosa que pueda ser la parte más fanática de la hinchada rival, el estadio en el que se juegue el partido, las posibilidades de estacionar cerca sin que le rompan un vidrio al auto o de poder tomar un autobús civilizadamente a la salida, y también por tanto evaluar si los niños van con la camiseta del club de sus amores o más vale, por las dudas, pasar desapercibidos entre la gente; en el ómnibus, prestar siempre atención donde se llevan los objetos de valor y estar atento a cualquier persona que pueda parecer sospechosa, sobre todo si está atestado como ocurre demasiadas veces en las horas pico; en el taxi, si se vuelve de noche y sobre todo si se es mujer, pedir al conductor que luego de descender espere por favor a verificar que uno entre a su casa o al edificio sin inconvenientes.

Todo esto, y mucho más en este sentido, es el diario vivir del uruguayo metropolitano. Y sigue empeorando. Cualquiera de más de 40 años de edad sabe que no era para nada así hace tres décadas. Pero este horror cotidiano no solo no está bien, sino que no hay por qué aceptarlo resignado o ceder al autocomplaciente argumento oficialista de que en otras partes del mundo se está peor.

De una vez por todas, hay que avivar a la ranita.

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