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Guiso de lentejas

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Toda nación tiene su relato identitario. Es el que le da sentido histórico, entendimiento del presente y perspectivas de futuro. Cada una se siente excepcional, única y distinta y, paradojalmente, ese sentimiento es compartido por todas.

Toda nación tiene su relato identitario. Es el que le da sentido histórico, entendimiento del presente y perspectivas de futuro. Cada una se siente excepcional, única y distinta y, paradojalmente, ese sentimiento es compartido por todas.

Creo que fue Jorge Luis Borges el que ironizó divertido sobre el concepto de nacionalismo, porque cambia radicalmente de contenido cuando se pasa de un país a otro. En otro orden también, nuestra promesa colectiva de poder ascender socialmente gracias al esfuerzo personal, por ejemplo, es compartida por toda nuestra región, por aquello de llegar a “hacerse la América”.Sin embargo, desde inicios del siglo XX esta idea de excepcionalidad por causa de cierto destaque propio trajo consigo algo esencial. Constitutivamente, fue aquí más importante que en otras partes. Porque sobre ella nos apoyamos para diferenciarnos del tan cercano litoral argentino y de Buenos Aires. Y porque nos justificaba en no haber sido el Estado cisplatino del Brasil, que podía imponerse por naturalidad geográfica. Esta tacita del Plata, este país-modelo, este frágil colectivo entre dos gigantes, tenía su razón de ser nacional y su proyección orgullosa pero tranquila, en la excepcional calidad de su gente. Un lugar pequeño sí, pero destacado.

Es por causa de esta dimensión implícita de nuestro relativamente longevo relato colectivo, que los datos de desintegración social y fracaso educativo nos golpean más fuerte y distinto a lo que ocurre en otros países. Porque al mostrarnos que nuestra idealidad se ha roto, ellos afectan nuestra identidad y razón de ser nacionales. Así, cuando la hegemonía cultural compañera y complaciente se esmera en relativizarlos, comparándolos obsesivamente con los de la región, muestra no entender esta dimensión fundamental que hace al profundo significado identitario de este fracaso. Porque, por poner el ejemplo de Brasil, es seguro que los malos resultados de su educación popular jamás tendrán el mismo peso simbólico que aquí, cuando hace solo medio siglo casi la mitad de la población allí era aún analfabeta.

En este contexto, cuando 3 de cada 4 niños viven en hogares de ingresos menores a $ 40.000 por mes, la buena calidad de la educación pública es esencial. No se trata solamente de una prioridad política entendible: se trata de algo esencial para sostener esta identidad nacional de décadas, forjada en estos valores y que nos hacían ser un colectivo único y distinto en el mundo. Porque era una uruguayidad con sentido de excelencia, y que además dialogaba sin complejos con otros centros culturales y políticos destacados.

La reciente tragedia política, cuya gravedad no terminamos de asumir del todo, es que quedó demostrado que la mayoría de los representantes del pueblo no la perciben como esencial. Y que, por supuesto, la calidad educativa no incumbe a los dirigentes sindicales. Así pues, seguiremos ineluctablemente el triste camino de la decadencia identitaria. Pero además, cargaremos con las ansiosas frustraciones que llegarán en los nuevos tiempos de vacas menos gordas. Alcanza con observar un poco en derredor para asumirlo: la desidia pavorosa del parque de las esculturas, por ejemplo, convive con cierto orgullo colectivo por integrar el libro Guinness de los récords gracias a la cocción del guiso de lentejas más grande del mundo.

Esto, y no otra cosa, es hoy simbólicamente Uruguay.

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Francisco Faig

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