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La grieta oriental

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En Argentina la llaman la grieta. Se trata de la separación amplia, profunda e irreparable entre dos mundos políticos distintos e irreconciliables que se enfrentan en visiones de países divergentes y que no logran acuerdos de síntesis superadoras y consensuadas.

En Argentina la llaman la grieta. Se trata de la separación amplia, profunda e irreparable entre dos mundos políticos distintos e irreconciliables que se enfrentan en visiones de países divergentes y que no logran acuerdos de síntesis superadoras y consensuadas.

No es nueva, sino que hunde sus raíces en el siglo XIX con aquello de rosistas y antirrosistas; y antes, con la discrepancia sobre la concepción misma de cuál debía ser el orden político nacional argentino. Es consecuencia, sin duda, de la extensión del espíritu jacobino ya percibido por Luis Alberto de Herrera como una de las peores herencias de la revolución francesa en Sudamérica.

Nosotros supimos ser distintos. Hubo un largo período que va de la Constitución de 1917 a los inicios de los sesenta en el que, a pesar de fuertes bemoles, se abrió paso la aceptación de la alteridad en el escenario político. Más o menos integrado en función del orden constitucional que promoviera o no una genuina coparticipación partidaria, la clave fue, como bien lo apuntó Real de Azúa, que hubo una política de pactos y compromisos que impidió que se formara una grieta oriental.

El problema reapareció con la lógica de la Guerra Fría. No solamente porque el difuso leninismo que ganó a casi toda la izquierda, muy minoritaria electoralmente pero muy fuerte culturalmente, traía consigo al más convencido jacobinismo. Sino porque la respuesta liberal a esa embestida ideológica y conceptual fue perdiendo vigor, sobre todo en su eficiencia de políticas públicas. Pero además, ella fue haciéndose cada vez más tosca hasta cambiar radicalmente su esencia: a inicios de los setenta, y por definición en la dictadura, la grieta del nosotros o ellos se hizo evidente.

La restauración democrática intentó disimularla. Pero cuando los tupamaros entraron al Frente Amplio primero y cuando Vázquez se impuso a Seregni después, esa izquierda electoralmente pujante decidió dar sus batallas cavando una fosa de separación moral y política infranqueable. Terminó triunfando. Con ella, la grieta, que ya era hegemónica en la cultura y los sindicatos, ganó también lo político. Desde allí, el giro a la izquierda es una exigencia moral; un impeachment contra Dilma es un golpe de Estado; y cualquier cambio económico que disguste es una “regresión a la derecha”.

Como buen estalinismo criollo, precisa cambiar la historia. Y lo logra sin problemas: allí están los tupamaros luchando contra una dictadura que empezó en 1968. Como sibilino peronismo oriental, precisa disimular cifras y fijar enemigos: allí está el silencio absoluto ante el aumento de la pobreza en el mundo urbano en 2015, el mayor desempleo y el menor salario real de los trabajadores; allí también, la designación de los supermercados como chivo expiatorio de la inflación. Si la realidad es la de una regresión social en pleno período progresista, se la negará. Siempre.

¿Cómo enfrentar esta grieta? Primero, asumiendo que existe y reconociendo a sus cultores políticos, intelectuales y sindicales. Segundo, intentando disminuirla, dando sustancia a la respuesta liberal integradora. Finalmente, para todo ello, seguramente sea de ayuda apreciar mejor la extensa trayectoria liberal de Herrera.

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Francisco Faig

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