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Fútbol, fútbol, fútbol

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Francisco Faig
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Arranca el Mundial y por más de un mes estará allí concentrada la mayor atención pública. Sin embargo, quizá sea también un buen momento para darnos cuenta de que estamos un poco pasados de rosca con nuestra fútbol-manía.

No se trata de negar nuestra vieja tradición futbolera ni tampoco de relativizar la importancia que tiene ese deporte en nuestra identidad popular. Pero sí ser conscientes de que esa pasión está hoy desbordada: las publicidades, por ejemplo, giran casi que solamente en torno al fútbol y al Mundial, incluso con metáforas como la de los "23 orientales" que van demasiado lejos en su chovinismo deformante y guarango; algunas iniciativas en redes sociales, como la de las encuestas de FIFA sobre distintos episodios históricos futbolísticos relevantes, muestran que hay una numerosa armada de fanáticos uruguayos con tiempo y voluntad de decir que Ghiggia fue mejor que Maradona o que tal o cual partido de la celeste fue el más importante de la historia; e incluso decisiones políticas claves, como precandidaturas presidenciales por ejemplo, han decidido postergarse hasta que pase Rusia 2018.

¿Qué dice de nosotros todos estos excesos? Primero, que sufrimos de cierta estupidez colectiva muy difícil siquiera de reconocer, porque quien así lo haga será considerado una especie de traidor a la Patria. En Alemania, Inglaterra o Francia, por ejemplo, también prestan atención al Mundial. Pero, francamente, no es lo único que importa en este mes de vacaciones en el hemisferio norte.

Segundo, que no hay un sueño nacional mayor que nos motive y que supere al fútbol. Nos negamos a querer ser excelentes en algo que realmente nos involucre a todos, como por ejemplo la seguridad, los servicios turísticos, la educación de nuestros jóvenes, los planes sociales eficientes o la calidad de nuestro medio ambiente. Preferimos embobarnos con esto del fútbol que, por definición, es superficial y no puede compararse con un objetivo nacional desafiante y serio.

Descargamos así nuestra ambición en un juego. Nuestro sacrificio es simbólico, solo a través de los jugadores celestes. Mientras tanto, nuestro cotidiano sigue protegido por el eterno muro de yerba y solo anhela el monótono y vacuo horizonte del feliz rumiante de nuestra penillanura suavemente ondulada. Además, para satisfacer nuestra oficialista y extendida autocomplacencia, siempre está el espejo de algún país de la región que nos asegura el mejor reflejo posible.

En este contexto deprimente se destaca, por lo diferente, el programa televisivo El Origen. No solamente por su factura técnica y su calidad comunicacional, sino, sobre todo, porque procura transmitir un mensaje sencillo a la vez que muy opacado por nuestra actual fútbol-manía: hace notar que la razón del éxito del ciclo de mayor gloria de la celeste en el mundo reposa en la excelencia. Disciplina, calidad de juego, técnica, esfuerzo, innovación, sentido colectivo y ambición, mucho más que ponchazo, grito, patada, y el sonoro y gutural aliento bárbaro actual que cree que el voluntarismo sin inteligencia es capaz de algún logro vital.

Sea cual fuere el resultado del Mundial para la celeste, lo importante es que se aprecie este mensaje que nos está dejando El Origen. Va mucho más allá del fútbol.

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