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Esperanza a caballo

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francisco faig
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Allá por 2013 acompañé a Carlos Julio Pereyra en una conferencia organizada por la Departamental blanca e Italo Cantero en la sala Lavalleja de Durazno.

Al final, mientras saludábamos al público que había ido sobre todo a escuchar al gran republicano que fue don Carlos, se me acercó un matrimonio cincuentón para contarme sus preocupaciones sobre los estudios de su hija, quien estaba por ese entonces en la universidad pública, creo que en la facultad de psicología, en Montevideo. Me contaron de su desesperación porque se daban cuenta de que ella estaba recibiendo adoctrinamiento político sobre historia reciente y filiación frenteamplista, de contrabando, mientras estudiaba en la universidad.

“Nosotros vivimos esa época, y no es como se la cuentan a ella”, me dijeron. Clásicos representantes de la clase media trabajadora del Interior, sin gran cultura libresca pero formados en la vida cívica y honestos en respetar las verdades históricas, constataban cómo su hija volvía de Montevideo y les repetía cosas que, sencillamente, no eran ciertas. Conscientes de sus limitaciones para argumentar con dialéctica universitaria y culta, se me acercaron para decirme que se sentían mal, diría incluso que angustiados, por la mala fe de la cultura hegemónica izquierdista de Montevideo, esa que notoriamente ellos veían que estaba afectando el desarrollo intelectual de su preciada niña.

Estaban desarmados frente a tanta mentira. Y es que vivíamos en tiempos del gobierno de Mujica, cuando las falsedades sobre la historia reciente estaban casi que institucionalizadas - la universidad pública, por ejemplo, afirmaba que la dictadura se había iniciado en 1968 -, y cuando éramos muy pocos y desde muy escasas tribunas los que denunciábamos la infamia izquierdista- goebbeliana que se esparcía impunemente por el país.

Siete años más tarde, luego del impresionante desfile de caballería en apoyo al presidente Lacalle Pou por Montevideo, que concitó cariño y ayuda de muchísima gente, pero que también despertó el odio enceguecido de izquierdistas capitalinos adoctrinados por los mantras del peor resentimiento bolche, recordé aquella charla. No porque haya sido vencido el discurso colérico, azuzado por la envidia y el rencor, que ese matrimonio intuía podía envenenar a su hija. Sino porque la serenidad, el respeto, la educación, la urbanidad, y el amor a la Patria, a sus tradiciones y a sus ritos institucionales republicanos que mostraron esos miles de paisanos a caballo, de colores partidarios distintos, siguen siendo parte viviente, y enteramente mayoritaria, del Uruguay.

Hoy, está en nosotros hacer todo lo posible para que gente como aquel matrimonio de Durazno no sienta más aquel miedo de padres abatidos y sin herramientas para enfrentar a la tribu dogmática zurda que escupe sus odiosas y equivocadas consignas. Es que en realidad aquel apesadumbrado matrimonio no estaba solo en el invierno izquierdista que sufrió el país. Lo acompañaba, en silencio, la mejor tradición política nacional: el sentido liberal del respeto al adversario, que desdeña complejos refundacionales y quiere una Patria que sea hogar de todos.

La generosidad de tantos miles de jinetes mostró que ese país sigue muy vigente. Fue símbolo de esperanza compartida.

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