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Deberes de elites

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Francisco Faig
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La ficción democrática moderna define una igualdad ciudadana cuya expresión más importante pasa por elegir periódicamente, en comicios secretos, a nuestros gobernantes. 

Pero la realidad de una sociedad compleja expresa, sobre to-do, diferencias culturales y económicas que moldean distintas clases sociales.

Sin entrar en teorías clásicas que citen por ejemplo a Mosca o a Pareto, lo cierto es que esas elites pueden definirse como grupos minoritarios que tienen un estatus superior al resto de la sociedad. Hay, por ejemplo, elites económicas, culturales, sociales, políticas y comunicacionales. Quienes las integran se destacan en esos ámbitos, y es incluso muy común que haya personas que pertenezcan, a la vez, a distintas elites de la sociedad.

Así las cosas, la dimensión clave de esas elites es que están llamadas a cumplir papeles más protagónicos que el resto. Lideran, en el sentido más amplio del término, a las sociedades en las que se desenvuelven; son referencias (y a veces vanguardias) a las que miran las gentes del común; y sus diferenciales de recursos y ventajas les permiten ver más lejos y más a fondo que lo que ve el resto.

Es evidente entonces que el devenir de la sociedad depende mucho de la calidad de sus elites. Si son económicas, importa que sus riquezas hayan sido ganadas con esfuerzo, perseverancia e inteligencia, y que oficien de modelos a seguir. Una elite prebendaria, acomodaticia, que se desligue de la suerte nacional y que busque destacarse económicamente evadiendo impuestos o pauperizando sistemáticamente a las clases trabajadoras, por ejemplo, conspira contra el bienestar colectivo de cualquier sociedad moderna.

A nivel político, hubo elites que fracasaron porque dejaron sembrados los campos de un futuro de espanto, co-mo fueron por ejemplo las de la República de Weimar. Y es claro que están las elites que triunfan porque son capaces de fijar rumbos preclaros en momentos de gran dificultad para la nación, como por ejemplo las que llegaron al poder junto a De Gaulle en 1958 y forjaron más de quince años de envidiables éxitos.

Agotado ya el ciclo económico favorable, expandido ya hasta lo indecible el acomodo del amplio clientelismo estatal, y verificada ya la anomia social que nos promete un feroz e inevitable futuro similar al de las angustias centroamericanas, la actual circunstancia muestra que buena parte de nuestras elites políticas no están cumpliendo con sus deberes.

Formadas por un puñado de personas que en cada partido interpretan sentires colectivos y definen certezas para tomar caminos posibles desde el discurso y la gestualidad políticos, esas elites ceden a la tentación de la demagogia que evita disgustar o contrariar nuestros mayores prejuicios populares: juntar firmas para cambiar una realidad; promover tontos fanatismos con la camiseta celeste sobre el David (o cualquier iniciativa similar tan guisa como chovinista); y, en general, apuntalar la extendida autocomplacencia nacional para seguir haciendo como si no pasara nada que nos esté alejando del prometido país de primera.

Esa mayoría de las elites está faltando a sus deberes de liderazgo, de pedagogía ciudadana, de hablar franco y de conducción política. No augura nada bueno para el país.

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