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Complacencia trágica

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Pasa el tiempo sin que logremos enfrentar con éxito la fractura y la fragmentación sociales que terminarán por forjar un país irremediable y completamente distinto del que conocimos. Hay responsabilidad de nuestra preferencia colectiva por el gradualismo, pero también de nuestra ciega autocomplacencia.

Pasa el tiempo sin que logremos enfrentar con éxito la fractura y la fragmentación sociales que terminarán por forjar un país irremediable y completamente distinto del que conocimos. Hay responsabilidad de nuestra preferencia colectiva por el gradualismo, pero también de nuestra ciega autocomplacencia.

El uruguayo de clase media acomodada no quiere ver más allá de la suave ondulación de su bucólica y protegida penillanura. No ha querido escuchar en estos años las pocas voces críticas, por considerarlas, en realidad, mal-humoradas Casandras. Favorecido por el derrame de riqueza de esta década y por algún beneficio simbólico o material del extendido clientelismo estatal que por algún costado siempre lo termina arropando, ha logrado estar tranquilo; disfrutar de su chivito de cuando en vez; mejorar un poco y aun bastante su nivel de vida, sin cambiar sustancialmente nada de su sacrificio cotidiano.

Ese uruguayo, que hace dos lustros que viene respirando más aliviado luego de décadas de incertidumbres, se aferró al gradualismo que lo reconforta. Su confianza en la vieja guardia frenteamplista no se ha roto del todo, a pesar de alguna resquebrajadura. Sitiado en su pequeño micromundo urbano hecho de mismidades provincianas autocomplacientes, se entera poco de los descalabros de la educación pública que tronchan el futuro de los jóvenes de las clases populares. Por eso confió en Vázquez en 2014, para quien la situación de la educación no era tan grave; y por eso sigue confiando (discretamente) ahora, cuando el presidente asegura que el ADN educativo demora en cambiarse y critica a la oposición.

Es cierto que de algún modo hace un tiempito que está sufriendo algunas consecuencias de la fractura social. Pero como ya perdió las referencias concretas que lo orientaban en la sociedad igualitaria del Uruguay de hace al menos 30 años, no percibe en su derredor los terribles fracasos que frustran a las clases medias y populares que son la mayoría del país. Al no verlos, los relativiza; o simplemente no los termina de entender en su real gravedad. Sobre todo, no percibe el desenlace ineluctable: un país socialmente latinoamericanizado en el que sus hijos, beneficiarios de una globalización reluciente, no querrán vivir por lo violento y embrutecido.

La izquierda ha querido hacer creer que los uruguayos acomodados son simpatizantes de los partidos opositores. Eso no solamente es electoralmente falso, sino que quita protagonismo a una razón relevante de la extendida hegemonía discursiva, política, electoral y cultural del Frente Amplio: la progresiva adhesión izquierdista-conservadora, a veces difusa pero siempre verificable, de la identidad autocomplaciente y provinciana de nuestras clases medias acomodadas urbanas. En esa adhesión, por ejemplo, la sonrisa de yerno meritorio del funcionario Miranda funge de símbolo campechano; y el balbuceo ideológico que da frecuencia arrítmica a las deleznables iniciativas educativas de la (sempiterna) funcionaria María Simón, hace de hermenéutica política.

El gradualismo nos ha paralizado y la autocomplacencia nos ha dejado ciegos. Es trágico, porque, se sabe, aquello de que “navigare necesse est, vivere non necesse” sigue siendo cierto.

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Francisco Faig

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