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Complacencia y desazón

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El invierno trajo un aire desencantado. Es una mezcla de bajón y desilusión que tiene su rostro económico en las menguadas expectativas de crecimiento y capacidad de consumo. Pero que sobre todo refiere a lo político.

El invierno trajo un aire desencantado. Es una mezcla de bajón y desilusión que tiene su rostro económico en las menguadas expectativas de crecimiento y capacidad de consumo. Pero que sobre todo refiere a lo político.

No es una cuestión electoral, a pesar de que distintos líderes se adelantan a marcar perfil. Tampoco son dimensiones partidarias, a pesar de la interna frenteamplista o de los movimientos aquí o allá de sectores de la oposición. Es un asunto político de fondo que hace a la identidad colectiva, a las esperanzas de futuro, al proyecto de nación que se frustra con la desazón que está provocando este Frente Amplio gobernante.

Lo que mejor hizo la década progresista fue retomar el sueño de la excepcionalidad perdida que venía del tiempo de Maracaná. La mejora económica permitió acariciar las viejas mañas nacionales, y en particular las múltiples variantes del clientelismo estatal que tanto gustan a nuestra idiosincrasia. Desde allí, las vertientes frenteamplistas políticas, sociales e intelectuales proveyeron al país de un discurso identitario que tuvo éxito.

Su mejor síntesis fue el mentado país de primera: el uruguayo medio se fue convenciendo de que, sin grandes sacrificios, era posible que todos progresáramos. Hacerlo era incluso sinónimo de un derecho adquirido. También, el nuevo uruguayo llegó a creer que su país era un pequeño lugar reconocido internacionalmente. Sudáfrica 2010, Mujica superstar y la autocomplacencia de la influyente clase media acomodada, urbana y profrenteamplista, dieron como resultado revigorizar el orgullo identitario de esta otrora Suiza de América, que se había perdido en un pasado siempre atado al fracaso de los partidos tradicionales en el poder.

Ese pensamiento mágico no resistió el cambio de ciclo económico internacional. La desazón arraiga cuando se constata que todo era un sueño. Y se extiende sin remedio porque no encuentra el discurso en la izquierda política, social e intelectual, que sea capaz de conducir a ese país embelesado por su imagen autocomplaciente entre los sinsabores de esta nueva coyuntura.

El primer reflejo de urdimbre sesentista-provinciano ha sido culpar al mundo de esta circunstancia injusta que, por cierto, lastima también a toda la región. Quizá sirve para aliviar al izquierdista convencido, ese que conserva su fe ciega y representa al 30% del total de votantes. Pero no alcanza para menguar la insatisfacción del nuevo uruguayo que confió y creyó en el proyecto frenteamplista sin por ello jurarle amor eterno. Porque es un reflejo de ademán flojo. No hace política; no brinda un discurso esperanzador; no explica un nosotros de futuro venturoso que logre enamorarnos de una identidad colectiva que se proyecte orgullosa de sí misma.

El estancamiento económico hace visible la crisis política de la izquierda: su talante envejecido, sus liderazgos demagogos, sus respuestas trilladas, su pereza conceptual, y su profundo sentido aldeano con el que percibe los cambios en este mundo que no es, siquiera, el de hace diez años. La actual decepción colectiva arrastra así consigo las certezas conservadoras que hicieron creer a la mayoría que el país de primera estaba al alcance de la mano.

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Francisco Faig

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