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La amnistía que no fue

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FRANCISCO FAIG
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A la luz del tiempo ya pasado desde la restauración democrática, y de las heridas de un “estado del alma” que no cierran, vale la pena repensar el asunto de la amnistía con el gran libro de Pivel Devoto editado en 1984, “La amnistía en la tradición nacional”.

Pivel muestra con brío cómo el final de cada una de las revoluciones y desórdenes sociales y políticos graves de la historia del país, se selló con una amnistía amplia y generosa. En muchos casos, ella no abarcaba a los delitos comunes. Pero sí se amnistiaron todos los gravísimos delitos llevados a cabo por causa de las tormentas políticas -asesinatos, ejecuciones, y las torturas más salvajes de las que nuestra cultura bárbara pasada era capaz-.

La amnistía implicaba poner un manto de olvido sobre eventos espantosos que causaron dolores enormes. Su tradición de origen griego es bien reseñada por Pivel: pone el principio de la ética de la responsabilidad del vivir juntos a futuro por encima de la convicción de impartir justicia acerca de las atrocidades generadas por la pasión pasada.

Y Pivel dice algo más: señala que hay una especie de matriz identitaria nacional que, a través de las sucesivas amnistías, habla de una forma de ser de los uruguayos, capaces de aceptar el necesario olvido con tal de mirar juntos hacia adelante.

La constatación es severa: la salida de la última dictadura tuvo una amnistía parcial. Solo la templanza y sabiduría históricas del Partido Colorado y del viejo Herrerismo promovieron la solución de una amnistía también para los represores de la dictadura, conjugando así la añeja fórmula nacional para dejar atrás, enteramente, los horrores pasados. Pero ni la izquierda, que pactó en el Club Naval y se benefició luego de la amnistía votada y de varias leyes reparatorias, la aceptó; ni el wilsonismo, que luego promovió la ley de caducidad, la defendió.

¿Cuál es la explicación de este cambio del ser nacional entrevisto por Pivel? Hay dos, al menos. La primera podría ser una nueva sensibilidad social que se refleja en la modernidad: una menor tolerancia a la impunidad. No hay olvido posible porque no se lo acepta como un valor social. Me convence poco, por la parcialidad en los énfasis sobre los delitos pasados: aquí hubo tupamaros que mataron gente, quedaron impunes y se beneficiaron de la amnistía, y en estas décadas este moderno estado del alma jamás salió a denunciar esa atrocidad.

La segunda explicación es que Pivel, como tantos de su generación, razonaba sobre una identidad nacional forjada en valores liberales con los que la izquierda no comulga (en esto de la amnistía, el análisis de la ruptura wilsonista merecer mayor análisis). Para la izquierda no puede haber olvido, porque dentro de la sociedad hay amigos y enemigos. A esos enemigos, parafraseando a Perón, no hay que darles ni justicia: allí están, hoy, la aplicación retroactiva de las penas y el agravante de la “lesa humanidad” para muchos actos violentos cometidos por militares, incluso antes de 1973 y en pleno estado de guerra interno, con tal de ponerlos presos.

Finalmente, casi 40 años más tarde y cargando con nuestras trágicas aporías, la pregunta se impone: ¿no hubiera sido más sabio seguir el camino de la tradición nacional que ilustró Pivel?

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