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Acacia perenne

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FRANCISCO FAIG
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Se cumple un año hoy de la primera muerte por Covid-19 en Uruguay que fue la de Rodolfo González Rissotto. Hay dos cosas que Rodolfo tenía muy claras y que se destacaron en este año tan particular.

La primera refiere a la legitimidad de origen del gobierno. González Rissotto fue un gran especialista de temas electorales y siempre enseñó que hay que cuidar muchísimo la arquitectura institucional que garantiza la pureza de nuestro sufragio. A la vista de lo que ocurrió en Estados Unidos en 2020, por ejemplo, que muestra que nadie está libre de enredos electorales graves, ese cuidado debe estar muy atento en nuestra vida democrática.

La segunda refiere a la personalidad del Uruguay. Como fino y erudito historiador que era, conocía muy bien cuáles eran las hondas raíces del país: en su conformación demográfica, su posición geográfica estratégica, sus identidades intelectuales y partidarias añejas, y en sus momentos históricos claves, que son los que van esculpiendo una personalidad colectiva hecha de un pasado en común y de un futuro proyectado -tal como Ernest Renan bien entendía a la nación.

Sin un gobierno profundamente legitimado en elecciones libres y justas, tres veces en 2019 y una vez indirectamente en setiembre de 2020, no se podría haber conducido con certezas democráticas la batalla contra la pandemia. Sin una consciencia clara de una personalidad nacional propia, que implicó soluciones particulares que ningún otro pueblo conjugó, como por ejemplo el concepto de libertad responsable, hubiéramos fracasado aplicando recetas estandarizadas que, como se verá sin duda dentro de un tiempo, habrán terminado por generar en muchos casos más daño social que beneficio sanitario.

González Rissotto sabía bien que no puede hacerse buena política si no se sabe historia. En su caso, la historia no solamente era enseñada en sus clases y en sus libros destacados, sino que fluía en anécdotas y episodios oralmente narrados a las nuevas generaciones del Partido Nacional, en los distintos encuentros y reuniones que hacen a la vida de un colectivo partidario. Así, Rodolfo cumplía con una labor fundamental que es propia de un partido político: formar dirigentes y transmitir sabidurías y enseñanzas que vienen del fondo de la historia y que alcanzan, incluso, episodios recientes poco conocidos del gran público.

Desde análisis geopolíticos que dieran contexto al sacrificio de Paysandú, pasando por explicaciones políticas internas del tiempo de Saravia, siguiendo por episodios claves de la época de Herrera o, más recientes, cuestiones relevantes de la salida de la dictadura, del posicionamiento de Wilson con respecto a los militares o del énfasis del gobierno blanco de 1990-1995 sobre los derechos humanos, Rodolfo era un libro abierto que colaboró discretamente en formar a varias generaciones de dirigentes blancos, en un tiempo cultural del país en el que la mayoría de las interpretaciones históricas han sido notoriamente antiblancas: para darse cuenta de ese hondo sesgo ideológico alcanza, por ejemplo, con tomar nota de la permanente omisión que se hace del pacto del Club Naval en los textos de historia hegemónicos.

Rodolfo murió hace un año. Pero quedaron bien sembradas las acacias perennes de sus enseñanzas.

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