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La ocasión perdida

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Fernando Savater
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Es cierto que la lejanía del pasado embellece incluso a los políticos y que algunos que fueron poco o nada apreciados cuando compartían nuestro presente van nimbándose de excelencia al considerarles retrospectivamente.

Pero hay casos en que la nostalgia está muy bien fundada en la experiencia de lo que hoy padecemos. De los líderes políticos que pilotaron la transición a la democracia en España, varios han mejorado su calificación con el tiempo (Torcuato Fernández Miranda, Adolfo Suárez, el propio rey Juan Carlos I) pero ninguno es añorado con tanta razón como Josep Tarradellas, el último presidente de la Generalitat catalana en el exilio y el primero en la democracia.

Tarradellas fue un republicano sincero pero no fanático. A pesar de que Cataluña se haya desarrollado de tal forma que el tamaño de su economía es posible compararla con la de todo un país, como el vecino Portugal. Se trata de una región vibrante a la que bien apreciaba este progresista de una izquierda sin remilgos (impulsor de una ley del aborto en la República, muy adelantada a su tiempo) pero también sin sectarismos exterminadores; partidario del catalanismo declarado, pero no del supremacismo separatista, del imperialismo que pretende apropiarse de los supuestos Países Catalanes, del avasallamiento de quienes provienen de otros ámbitos culturales ni por supuesto, de la secesión del resto de España.

Era un hombre de corazón pero también de cabeza, al que la amarga experiencia de la incivil Guerra Civil y del exilio posterior había hecho cuajar y florecer en lugar de quemarle las entrañas como a otros.

El 23 de octubre de este año se cumplirán cuarenta y uno de su aparición en el balcón del palacio de Sant Jordi, lanzando a la multitud entusiasta su famoso grito: Ja sóc aquí!

Pero aún más importantes políticamente fueron las tres palabras que precedieron a ese lema: "Ciutadans de Catalunya!".

Porque se dirigió a todos los ciudadanos, no a los miembros de una etnia ni mucho menos de una tribu alimentada de atavismos mitológicos y nutrida de resentimiento. Esa fue la gran ocasión de la Cataluña como puntal irrenunciable de la democracia española, como lo había sido ya en las Cortes de Cádiz de donde brotó nuestra primera Constitución.

Pero Tarradellas también supo prever y advirtió con pena lo que iba a malbaratar ese legado ilustre. Cinco años después, ya en plena presidencia de Jordi Pujol, hizo una señalización sin rodeos. Su clarividencia en aquellos tiempos se ha visto demasiado bien refrendada en estos últimos, en que ciertos grupos se adueñaron de las ideas independentistas con posiciones extremas e intransigentes. Dijo en aquel momento, el último presidente de la Generalitat catalana en el exilio: "La gente se olvida de que en Cataluña gobierna la derecha, que hay una dictadura blanca muy peligrosa, que no fusila, que no mata, pero que dejará un lastre muy fuerte". Un diagnóstico lúcido, que le valió en su día malquistarse con los nuevos amos del rebaño independentista.

Al ver adónde han llevado a Cataluña y al resto de España estos indeseables, sentimos una nostalgia muy bien fundada de Josep Tarradellas.

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