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La mamá del monstruo

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Pocas reuniones intelectuales han marcado tanto la historia literaria europea como la que mantuvieron un grupo de amigos en villa Diodati, cerca del lago Leman, a mediados de junio de 1816.

Pocas reuniones intelectuales han marcado tanto la historia literaria europea como la que mantuvieron un grupo de amigos en villa Diodati, cerca del lago Leman, a mediados de junio de 1816.

La erupción de un volcán indonesio había cambiado el clima veraniego en otro casi invernal incluso allí, en los alrededores de Ginebra. Los amigos que habían querido pasar su tiempo navegando por el lago o paseando por los campos soleados se vieron obligados a permanecer durante largas veladas encerrados en la casa, con el fuego encendido y leyendo cuentos inquietantes de Hoffmann y otros autores alemanes, algo más propio de fechas navideñas que de comienzos del estío.

Los personajes de la reunión lo tenían todo para llamar la atención y avivar la imaginación de los lectores incluso en nuestros días. Para empezar, el dueño de la villa y anfitrión: Gordon lord Byron, 28 años, poeta fuera de serie y escándalo público aún más notorio. Denostado hasta la execración, venerado hasta la idolatría, perseguidor perseguido por bellezas de ambos sexos, atleta a ratos y estragado libertino en ocasiones. Sabía vivir como un potentado sin serlo y en villa Diodati contaba con los cuidados de su médico personal John William Polidori, 21 años, parásito pedante que le admiraba más de lo prudente. Su huésped principal era Percy Bys-she Shelley, 24 años, también poeta de no menor talento y por tanto rival (aunque se llevaban bien), autor del panfleto “La necesidad del ateísmo” que provocó su expulsión de la Universidad de Oxford, rebelde contra toda tiranía real o imaginaria. Lo acompañaba su amante (que luego sería su mujer, al suicidarse la esposa legal que había abandonado) Mary Godwin, 19 años, hija del reformador social William Godwin, autor de “Justicia política”, y de Mary Wollstonecraft, pionera del feminismo. Apasionada pero racional, no llegó a conocer a su madre que murió al darla a luz pero siempre admiró su obra y puso en ejercicio el feminismo práctico que ella había preconizado.

Después de haber leído muchos cuentos terroríficos, al grupo se le ocurrió la idea de escribir ellos mismos relatos de ese género. Lord Byron no fue más allá de esbozar una historia protagonizada por un vampiro, que dejó inacabada. Años después, el doctor Polidori aprovechó la idea para su relato “El vam-piro”, donde aparece Lord Ruthven (en el que ciertos maliciosos han creído encontrar parecido con Byron), un no-muerto aristócrata con todos los rasgos vampíricos que más tarde haría famosos cierto conde transilvano… Shelley parece que siguió con sus poemas pero Mary se dedicó en serio a la tarea y empezó a escribir lo que dos años después se publicó con el título de “Frankenstein o el moderno Prometeo”. Una criatura hecha de pedazos de cadáveres, desesperada por la soledad, que admite su maldad pero la presenta como fruto de su desdicha. Sin duda el primer cuento materialista de terror. Un siglo después, un director de cine -James Whale- y un maquillador genial, Jack Pierce, convirtieron al hijo de Mary Shelley en un ícono a la vez horrible y ávido de afecto, que nos representa a todos.

Soy de los que creen que quien no muere joven merece morir. Desde esta perspectiva, los reunidos en aquel concilio del verano que no fue verano tuvieron suerte. El primero en morir fue John William Polidori, que se suicidó con 26 años tomando ácido prúsico, frustrado por su fracaso como literato y por el rechazo de Byron. Al año siguiente se ahogó Percy Bys-she Shelley, al hundirse en la tormenta su velero frente a las costas del Gran Ducado de Toscana. Fue incinerado por sus amigos en una pira en la playa de Viareggio y alguien salvó su chamuscado corazón, que entregó a su viuda. Mary lo guardó toda su vida, envuelto en una página de sus versos. Dos años más tarde murió lord Byron en Mesolongi, Grecia, a donde había ido para luchar por la independencia de los griegos. Tenía 36 años. La más longeva fue precisamente Mary, que murió a los 53 de un tumor cerebral, tras escribir varias novelas y estudios literarios, así como numerosos opúsculos de reforma social sobre el papel de la mujer, dar a luz cuatro hijos de los que solo uno llegó a la edad adulta, tener diversos amores y dejar una hermosa huella de cultura y libertad a su paso por el mundo. Está enterrada en la iglesia de St. Peter en Bournemouth, junto a sus padres, que allí se reunieron finalmente con ella, su hijo Percy y los restos del corazón del otro Percy, el poeta que sin duda fue el amor de su vida. Cuando uno de los amigos del difunto poeta le propuso matrimonio, Mary contestó: “He estado casada con un genio y hasta que no encuentre otro no volveré a casarme”.

Hoy se la recuerda sobre todo por “Frankenstein o el moderno Prometeo”, que presenta personajes y situaciones muy diferentes de los que ya nos son familiares por las versiones cinematográficas. Y tampoco deben ser olvidadas otras de las suyas, como “El último hombre”. Pero sobre todo fue ella misma su mejor creación: como dijo de sí mismo Oscar Wilde, “puso su talento en sus obras pero el genio en su vida”. Su imaginación fue romántica, incluso gótica, pero su racionalismo filosófico plenamente decimonónico. Y sobre todo inauguró la era de las mujeres creadoras, polifacéticas e indomables, en la que por fortuna aún vivimos.

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Fernando Savater

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