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La Europa necesaria

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FERNANDO SAVATER
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El filósofo francés Clément Rosset, recientemente desaparecido, centró su reflexión en hablar de lo real como lo más evidente e inevitable pero también lo que la mayoría de los pensadores, de Platón en adelante, se han negado a considerar como tal, prefiriendo perseguir la pista de sus dobles y réplicas ficticias que nos impiden tomarlo en cuenta sin desvíos. Si existe un ejemplo geopolítico de lo real como algo inocultable pero a la vez insoportable e ingestionable, que tratamos de duplicar institucionalmente para alejarlo de nosotros y así "verlo mejor", como dijo el lobo a Caperucita, es sin duda Europa.

En este siglo hiperconectado, en el que las ambiciones, los proyectos, los pánicos y hasta los rencores ligan necesariamente los países de nuestro continente, el reconocimiento políticamente consecuente de la realidad europea parece más difícil y complejo que nunca. En esa duplicación burocrática de Europa que es la Unión, siempre ha habido una lunatic fringe parlamentaria de miembros que se negaban a ver lo real y proclamaban fantasmas alternativos para evitar europeizar en serio. Pero eran una minoría en las instituciones comunes.

Ahora, creo que por primera vez en su no demasiado larga historia, tras los comicios del 26 de mayo, podemos encontrarnos en una Unión Europea donde sean mayoritarios los representantes de quienes no creen en la necesidad de la unión ni en la realidad de Europa. Es decir donde se haya renunciado tanto a mirar cara a cara a lo real como a fraguar un escudo en que podamos verlo reflejado sin sentirnos petrificados por su difícil imagen, como el que Perseo utilizó para poder contemplar la cabeza coronada con serpientes de Medusa. Ni lo real, ni su doble.

A diferencia de nuestros enfrentamientos y aparentes incompatibilidades en cuestiones políticas, la cultura en Europa siempre ha sido una realidad común. Ninguna persona sería considerada culta sí sólo leyese a sus escritores locales o sólo escuchara a músicos de su país: Shakespeare, Dante, Velázquez, Mozart, Voltaire, Kierkegaard o Kant forman parte de un patrimonio que compartimos y todos consideramos como propio. Ahí está el ejemplo, también de la reacción ante los ocurrido en Notre Dame.

Es cierto que esa comunidad cultural no la sentimos más que respecto a ciertos grandes creadores o algunos lugares emblemáticos. Los prejuicios locales o la simple ignorancia de lo que ocurre lejos de nosotros limita mucho nuestro conocimiento (¡y nuestro disfrute!) del arte o la literatura del continente que compartimos. Este desconocimiento mutuo suele darse en las materias humanísticas, pero no en la ciencia: ningún científico puede permitirse el lujo de ignorar los trabajos de sus colegas de otros países, por muy chovinista que sea.

Fue Voltaire el primero que proclamó a Europa "un país compuesto de naciones". Y en el siglo XX varias voces distinguidas han coincidido en recordarnos que "toda guerra entre europeos es una guerra civil". Cuando se habla de la Unión que desde hace décadas tratamos de formalizar, unos hablan con desdén de la Europa de los comerciantes, otros con respeto de la Europa de los Estados democráticos, algunos con un entusiasmo un poco demagógico de la Europa de los pueblos.

Pertenezco al grupo de los que -sin menosprecias a comerciantes y pueblos- quieren una Europa de los ciudadanos. En los inicios de la Unión, se entendía que el objetivo a conseguir era una ciudadanía europea, que no sustituyera a las ciudadanías nacionales de los países miembros sino que la complementase a un nivel superior. A mi modesto entender, la ciudadanía común con derechos efectivos es el objetivo a conseguir y para ello es indispensable una Constitución europea, porque las constituciones son la garantía de las libertades y derechos políticos de los ciudadanos.

Por eso los movimientos de nacionalismo disgregador contra estados constituidos, como los que en España padecemos en Cataluña y el País Vasco, son profundamente contrarios al proyecto europeo: no solo porque es difícil imaginar que la unión europea se conseguirá desuniendo a los estados ya existentes, sino porque pretenden mutilar la ciudadanía en esos estados, limitándola según circunscripciones territoriales prepolíticas. Reclaman un derecho a decidir que implica prohibir a otros que decidan sobre la parte del país que ellos usurpan como exclusiva y excluyentemente suya.

En cambio yo imagino la posible ciudadanía europea y la constitución sobre la que se basaría como una especie de "copia de seguridad" del resto de las ciudadanías y constituciones nacionales. Una referencia a la que apelar y según la cual orientarse cuando el gobierno local se muestre reacio a reconocer derechos y libertades. Esta ciudadanía europea 2.0 sería especialmente importante para brindar una hospitalidad racional a los inmigrantes que llegan y no quieren simple cobijo sino su pleno reconocimiento activo como miembros de la comunidad, no marcados por su pertenencia territorial o cultural.

A fin de cuentas, quizá el problema de fondo que hoy padece la Unión Europea es el que ya diagnosticó el siglo pasado el filósofo Jorge Santayana en "Dominaciones y potestades": "lo que hace difícil soportar las alianzas internacionales es que implican ser gobernados en parte por extranjeros"

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