El miércoles 16 se conmemoraron 20 años del regreso de Wilson. Ese episodio político ha sido objeto de múltiples evocaciones en todas las radios y diarios del país con calor y destaque singulares. En esta campaña electoral no hay sector del Partido Nacional que no se declare seguidor de Wilson y hasta los contrincantes manifiestan su admiración por él. Descontados los casos de apropiación indebida o de utilización por descarada conveniencia circunstancial, vale la pena preguntarse si existe hoy algo que pueda llamarse wilsonismo y, si existe, qué es.
Nadie duda que exista un herrerismo; pero Herrera escribió muchos libros, artículos periodísticos, tuvo larga actuación parlamentaria y todo eso forma un reservorio de ideas armado, citable y disponible como para alimentar una identidad política perdurable. Wilson, en cambio, escribió poco, tuvo una actuación parlamentaria breve y no dispuso de 90 años de vida para consolidar el movimiento que fundó (Por la Patria). Sin embargo, de Wilson no sólo perdura un recuerdo: hay algo más.
El recuerdo no sería poca cosa; la memoria es esencial en la construcción imaginaria de los pueblos. En el caso del Partido Nacional —partido de vínculos apasionados y de sensibilidad épica— ni que hablar. Menos libros escribió Aparicio y menos años vivió y, sin embargo, su figura, aún hoy, es sostén y alimento partidario. Pero en el caso de Wilson hay memoria y algo más; existe wilsonismo (aunque no en todos los ámbitos donde se cuelga su retrato). ¿Cómo describirlo en este menguado espacio?
El wilsonismo fue un fenómeno político que provocó una renovación partidaria. No nació como estratagema de crecimiento intrapartidario sino que su mirada y sus pasos concretos enfocaron directamente al país: su interlocutor fue el Uruguay. Otra de las causas de su impulso renovador fue la incorporación de una propuesta concreta para el Uruguay de su tiempo: Nuestro Compromiso con Usted. Eso fue un cambio, primero porque iba más allá de la invocación a las tradiciones partidarias y de la evocación de caudillos y gestas en que se había detenido el discurso partidario, y segundo porque se trataba de una propuesta para gobernar, dejando de lado la mentalidad de oposición con la cual se había identificado el partido. Jugar a ganar —aunque después no se gane— da un perfil distinto que jugar a placé. Además desafiaba una tara que aún carga la política uruguaya: la manía declaratoria y la falta de vínculo con la realización.
Otra característica particular es la incorporación de técnicos capacitados y de personas sin votos pero con predicamento a esferas de influencia y de decisión política. La forma más sencilla de explicarme son dos nombres: en el primer caso Laffite y en el segundo Oliú.
La última característica que quiero invocar en este reducido espacio es la atención a la ética en el ejercicio de la política. Más allá de la fecha en que Wilson fundó su movimiento, las vueltas de la vida hicieron que éste tuviera su más largo período de actuación durante la dictadura, y las batallas de la vida, si se viven bien, forman. Contenido ético y lucha a brazo partido por la defensa y recuperación de un sustrato de valores fueron dos elementos que se potenciaron por obra de las circunstancias. Los partidos políticos no son ni secta religiosa ni escuela filosófica; la actividad política es pragmática y las cualidades requeridas para incursionar en ese terreno son específicas: es tonto esperar que puedan ser suplidas por virtudes morales. Pero ningún movimiento político puede declararse aséptico de un sentido ético porque ninguna sociedad perdura sin resquebrajarse si no está animada por la referencia permanente a un conjunto de valores compartidos. La estrecha comunión entre lo ético y lo político fue y es otra característica del wilsonismo.
Esta semilla está ahora sembrada en todos los surcos del partido; es mi deseo que todos cuantos la invocan entiendan lo que es y le sean fieles.