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¡Viva la Pepa!

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Luciano Álvarez

Fue en Cádiz, entre 1810 y 1812, que el antiquísimo vocablo "liberal" tomó el significado político que "lo convertiría en símbolo verbal de la cultura del siglo XIX", dice Juan Marichal, luego de analizar el secular sentido español que asimila "liberal" a "magnánimo". Los liberales españoles aportaron algo ausente en los pensadores ingleses y franceses: "el de identificar el liberalismo con el desprendimiento, con el imperativo de la generosidad". También le habrían agregado "la carga emocional de su lucha contra la tiranía".

La primera Constitución de la que gozaron los Reinos de España y América fue promulgada por las Cortes Generales de Cádiz el 19 de marzo de 1812, fiesta de San José. De allí su nombre popular de "la Pepa". No era producto de un acto revolucionario, ni una ruptura con el pasado, aunque se introducía el concepto fundamental según el cual "La soberanía reside esencialmente en la Nación" y no es un patrimonio de los reyes.

Mientras las Cortes de Cádiz ideaban el futuro, en España y América se desparramaba la guerra. En la península, contra Napoleón, en América por las reivindicaciones autonómicas locales. En un principio, al menos, a todos les unía la imaginada, ilusoria, pero intensamente deseada corona del rey Fernando VII. Lo cierto es que mientras las Españas se desangraban, "El Deseado" Fernando se daba la gran vida en el castillo de Valencay con una generosa renta de Napoleón. Resultó ser -dice Eslava Galán- un individuo "vil, falto de escrúpulos, rencoroso, miserable y taimado. No añado abyecto y felón porque son los adjetivos que usan casi todos los historiadores". No carecía de inteligencia, pero sólo la aplicó para convertirse en un prodigio de hipocresía y supervivencia política que hubiese asombrado a Maquiavelo

Mientras los liberales de Cádiz soñaban que el pueblo llano luchaba por la constitución y sus derechos, Fernando VII sabía que una buena parte, al menos, pasaba de tales entelequias. En 1814 regresó a España, decretó la disolución de las Cortes, la derogación de la Constitución y la detención de los diputados liberales, mientras el grito absolutista de "¡Vivan las cadenas!", recorría España. La represión fue salvaje. Unos veinte mil liberales debieron tomar el camino del exilio; el mismo que habían recorrido solo algunos meses atrás otros doce mil españoles, los afrancesados, que habían creído que con los Bonaparte podrían lograrse las reformas liberales hijas de la revolución francesa, aliviadas de sus excesos por Napoleón. España perdía a sus mentes más lúcidas y progresistas.

Al mismo tiempo, los americanos tomaban el camino de la independencia. Atrás quedaba su participación parcial y conflictiva en las Cortes y Constitución de Cádiz, en cuyo artículo 1 se reconocía que "La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios". Llama la atención la lectura posterior de estos sucesos. Las Historias de España suelen despachar de un breve plumazo lo que llaman "la pérdida de las colonias" mientras los americanos celebran las glorias de la independencia. Pocos suelen tratar el asunto como una secesión de la nación española.

El absolutismo de Fernando VII tuvo una breve interrupción cuando, el 1 de enero de 1820, se rebeló el ejército expedicionario reunido en Cádiz para combatir la insurrección americana. Bajo el liderazgo de Rafael del Riego proclamó "la Constitución de 1812 como válida para salvar la Patria y para apaciguar a nuestros hermanos de América y hacer felices a nuestros compatriotas. ¡Viva la Constitución!" Fernando VII, siempre listo para mentir y traicionar juró la "Pepa": "Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional". El llamado trienio liberal no trajo la paz, sino la guerra civil. Las partidas absolutistas fusilaban sistemáticamente a los prisioneros y los liberales les pagaron con la misma moneda; ambos trataban brutalmente y expoliaban a los pueblos por donde pasaban.

En 1823 un ejército francés, los "Cien mil hijos de San Luís", devolvió, casi sin resistencia, el trono absoluto a Fernando VII. Riego y sus seguidores fueron ahorcados. Le seguirían diez años de tiranía y un siglo y medio de guerras civiles, militarismo, violencia política y más injusticia. Del otro lado del Atlántico la historia no fue diferente; las principales figuras de la revolución terminaron tristemente. Bolívar murió solo y desengañado, con el pesar de haber "arado en el mar"; Sucre asesinado; San Martín, Artigas y O`Higgins olvidados en el exilio. También la historia americana sería una suma de guerras civiles, militarismo, violencia política y más injusticia, donde la "civilización" no fue menos salvaje que la "barbarie".

Quizás nadie como Francisco de Goya vio con tanta lucidez el horror de ese mundo de bandos irreconciliables. En octubre de 1808 viajó a su Zaragoza natal a petición del general Palafox para conocer y representar la heroica lucha contra los franceses. Tomó apuntes de lo que vieron sus ojos y sintió su alma. El resultado fue una serie de 82 grabados conocidos como "Los desastres de la guerra". En ellos, no hay cargas heroicas ni héroes, ni gallardos soldados, sólo horror, violencia y miedo. Exiliado, al fin de sus días, escribió: "He visto como las ideas más nobles de ilustración, libertad y progreso se convertían en lanzas, sables y bayonetas tras las que se escudaba un nuevo y bárbaro impulso de dominación. […] He visto que a la barbarie se respondía con la atrocidad, que el odio sólo encontraba el odio por respuesta y que la sangre solo engendraba sangre, nuevamente sedienta de venganza. No ha habido a mi alrededor idea alta o digna que no resultara, al fin, compañera de la tortura, el secuestro o la traición. En nada de todo lo que han visto mis ojos encontraría el hombre justo, reposo para su angustia".

En estos tiempos de celebrados bicentenarios no debiéramos olvidar la mirada de Goya y reflexionar sobre nuestros demonios y su historia y soñar que alguna vez los ojos del hombre justo encontrarán reposo para sus angustias.

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