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DIEGO FISCHER
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En pleno barrio del Cordón, se encuentra la casa de la infamia. La Cárcel del Pueblo la bautizaron sus mentores, los tupamaros. Allí entre 1968 y 1972, los guerrilleros mantuvieron en cautiverio y en condiciones infrahumanas a varios de sus secuestrados.

Allí violaron los derechos humanos más elementales de personas cuyo delito fue ser jerarcas de un gobierno constitucional, empresarios o diplomáticos.

Su dirección es Juan Paullier 1190 entre Chaná y Canelones, la edificación data de 1913 y su fachada no es muy distinta a la de tantas otras del barrio. El lugar pertenece al Ministerio de Defensa que, en mayo pasado, cuando se cumplieron 50 años de su desmantelamiento, resolvió que pudiera ser visitada por el público. Para hacerlo hay que enviar un mail a: [email protected] y esperar a ser llamado. A mí me tocó el sábado pasado.

Al lugar se accede por la puerta principal originaria. Dos funcionarias del Ministerio de Defensa reciben a los visitantes que, en grupos de 8 personas, recorren el lugar. Cabe indicar que debido a la demanda debieron duplicar los días de visita (dos sábados al mes) y la cantidad de visitantes por grupo (ocho personas). “Se trata de una visita acompañada y no guiada”, aclara una de las funcionarias y agrega: “no podemos responder preguntas”.

La casa está completamente vacía. En la habitación de la izquierda, hay una pequeña puerta con un agujero en el piso a medio cubrir por material; luego de la recorrida se entenderá que por ese hueco se ingresaba al lugar del cautiverio.

Por una escalera de material se desciende a los calabozos, hoy el lugar de acceso es ancho y hay oxígeno. La cárcel propiamente dicha es un espacio de no más de 30 metros cuadrados, totalmente ciego. En la parte delantera un cartel de la época con la estrella tupamara dibujada en rojo “Alto”, “Tenés la capucha puesta?” y abajo sentencia “No se aceptan autocríticas”. Debajo del letrero, hay un par de cuchetas de hierro que usaban los guardias. A la izquierda una mesada de material, una pileta y una vasija de barro (el baño de los carceleros). En la pared opuesta un tablero con dos lámparas, una roja y otra clara, avisaban a los terroristas si algo extraño pasada arriba. Una puerta de alambre trenzado, separaba a los carceleros de las tres celdas de los secuestrados, pegadas una a la otra. Se ingresa a ellas por un pasaje de 50 cm de ancho, al fondo los secuestrados debían hacer sus necesidades. Las celdas tienen 80 cm de ancho por dos metros de largo y su altura, como la de todo el recinto, no llega a 1,90 metros. En cada una de ellas hay un catre de hierro. La primera lleva el número 16 y fue la que ocupó Ulises Pereira Reverbel durante 14 meses, la segunda tiene el número 17 y en ella vivió su cautiverio de un año, Carlos Frick Davie. La tercera se desconoce quién la ocupó. Por un caño de diez centímetros de diámetro ingresaba el aire del exterior. Sin luz natural, con escaso oxígeno y en jaulas indignas para animales, permanecieron secuestrados varios compatriotas.

Visitar el lugar, resulta una experiencia necesaria para conocer con nuestros propios ojos una parte de la historia reciente. Allí los relatos repetidos hasta el hartazgo por quienes construyeron esa infamia caen solos. No se precisa nada más que ver y observar. La evidencia es tan contundente como desoladora.

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