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Usurpando la igualdad

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DIEGO ECHEVERRÍA
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No es sencillo administrar la igualdad, porque hay quienes pueden caer en la tentación de creer que es tratar a todos por igual. Y en realidad, si queremos una igualdad sustancial debemos recurrir al siempre vigente concepto aristotélico de la misma, que es tratar desigual a los desiguales.

Me fue inevitable ese encare cuando leí que un Juzgado de Familia había ordenado al Estado otorgar en un plazo de 24 horas un lugar habitable “que respetara los estándares de vivienda digna” para una familia con cinco hijos que había sido intimada por la Justicia Penal a abandonar un predio de la zona de Santa Catalina.

Y porque lamentablemente esa no es la única familia en esas condiciones me pregunto ¿qué sucede con otras personas que están atravesando la misma situación?, ¿qué pasa con quienes están en situaciones de vulnerabilidad extrema y no recurrieron a la Justicia? ¿qué le decimos al humilde laburante que con mil sacrificios paga todos los meses el alquiler de una pequeña casita? ¿no se es injusto con el que estando en situaciones similares elige no ocupar ilegalmente y sin embargo no se le da la misma solución habitacional? No se está tratando desigual a los desiguales, se está tratando desigual a los iguales. Y ahí radica una honda injusticia.

Situaciones tan complejas ameritan análisis profundos, alejados del simplismo y la demagogia, blindados contra los lugares comunes o la falsa corrección política. Hay que hacer el esfuerzo por reflexiones sociales, políticas y jurídicas impregnadas de sensibilidad, certezas y realismo.

No vale pararse en lugares cómodos o tribuneros, de quien no tiene la responsabilidad de darle solución al problema sino que se limita a obligar a otro a darlas. Como canta Tabaré Etcheverry en Cuzco rabón “No empuje a nadie a la lucha si con él no va a luchar. Es fácil aconsejar y que el otro sea el que sufra”.

Cuando el artículo 45 de la Constitución expresa que “todo habitante de la República tiene derecho a gozar de vivienda decorosa” lo hace como norma programática que aspira a crear las condiciones para que los individuos puedan gozar de la misma, no asegura la misma. Si quisiera asegurarla en forma directa e inequívoca utilizaría una fórmula menos abstracta que la de “La ley propenderá a asegurar la vivienda higiénica y económica”. Definitivamente propender está muy lejos de asegurar. Y como para eliminar dudas remata el artículo 45 de la Carta Magna: “facilitando su adquisición y estimulando la inversión de capitales privados para ese fin”. Facilitar la adquisición está bastante lejos de asegurarla, es más, hasta habla de fomentar que los privados construyan, y no creo que sea para luego regalarla.

Otro apunte jurídico que vale la pena hacer es el de recordar el art. 8 de la Constitución y el del principio de igualdad ante la ley que en él se consagra. Principio pilar de nuestro ordenamiento jurídico que se vulnera cada vez que se le da un trato desigual a personas en la misma situación de no tener una vivienda como la que se reclama por vía judicial. Lejos de temer a un gobierno de los jueces, simplemente es una cuestión de roles, de defensa de la separación de poderes, de justicia sustancial más allá de la formal.

Pero además es una cuestión de realismo, porque se acaban las sentencias cuando se acaban las viviendas. Es un recurso limitado, que deja en el olvido (o peor aún, no lo olvida sino que no le da atención incluso sabiendo de su existencia) a jubilados, ahorristas, inquilinos, desamparados y otros casos que tampoco tienen vivienda.

En tiempos de relativismo se ha puesto de moda la relativización de la propiedad privada, o incluso peor, la naturalización de la vulneración de la misma.

Ese derecho de propiedad con carácter absoluto y que tiene indudable influencia del Derecho Romano con un “jus utendi” (uso), “fruendi” (frutos) y “abutendi” (disposición), y del Código Napoleónico para aterrizar en nuestro Código Civil, ha caído en permanentes relativizaciones y ataques.

Si desde el Vaticano el Papa Francisco lo denomina un “derecho secundario” o “subordinado” es porque la cuestión es más brava de lo que pensamos. Debemos separar las cuestiones valóricas en estos temas, no se trata de buenos y malos. Se trata de cumplir la Ley o no.

Porque en los últimos tiempos desde algún ámbito académico se ha defendido a ocupantes ilegales bajo la consigna de “no criminalizar la pobreza”. Argumento respetable pero no compartible, porque nadie quiere criminalizar la pobreza, simplemente no se quiere “romantizar la ilegalidad”.

Cuando se ocupa ilegalmente tierra privada, pública o fiscal se vulnera la propiedad, sí, pero también se impacta el ambiente, el desarrollo urbanístico, se vulnera la seguridad jurídica (que es la que genera trabajo y desarrollo), y se jaquea la inversión privada de la que habla el artículo 45 de la Constitución (que parece que sirve para algunas cosas y no para otras).

Pero sobre todo se daña frontalmente el sentido de que vale la pena hacer las cosas bien. Ese espíritu de quien con mucho sacrificio paga la cuota de un terreno o un humilde alquiler, y que elige no asentarse en tierra ajena. ¿Quién defiende a ese laburante que se aferra a la legalidad? Definitivamente sus derechos no son tan funcionales a ciertos relatos y a los intereses de quienes quieren incidir en el accionar de un gobierno sin integrarlo. Porque la Academia y el Poder Judicial no gobiernan. Son respetables, importantes y muy necesarios en la vida de una sociedad, pero definitivamente no son gobierno.

Los problemas de vivienda en nuestro país no se arreglan generando otros. No es relativizando la propiedad privada ni obligando al Estado a proporcionarla. Es con políticas sociales específicas y justas. Porque se puede hacer las cosas bien en una sociedad donde nadie tiene el monopolio de la sensibilidad social y la solidaridad.

Sin pedestales morales, sin arrogancia ética, sin usurpar propiedad y sin usurpar la propia igualdad. Es con gobierno, con políticas públicas y con apego irrestricto a la Constitución y las leyes.

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