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Datos vencen al relato

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DIEGO ECHEVERRÍA
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Batallas hay muchas, y nadie quiere perder ninguna, pero la que intenta ganar el relato es sin dudas de las más codiciadas.

Consolidar una versión oficial, proyectar una imagen, instalar una visión, construir una línea argumental aparentemente lógica o simplemente la potenciación de una falacia al punto de convertirla en un instrumento de debate, eso es moneda corriente en épocas de “posverdad”.

El debate político debe ser serio y en base a hechos y datos, porque si entramos en una carrera de apelaciones a emociones, se convierte en una instancia posfactual que nada aporta, es más, solo nos hace retroceder casilleros en el camino hacia la verdad.

Construir un relato significa pintar una historia lo suficientemente atractiva para convencer a propios y ajenos, pero en esa versión maquillada de la realidad quien construye ese relato sale claramente favorecido por una interpretación de la misma.

Un poco aquello de que si el cuento es relatado por el lobo, la mala es Caperucita.

Interpretaciones de una misma cuestión caben muchas, pero la realidad es una sola y no hay más verdad que la de los hechos, incontrastables, duros, claros y que se hacen carne en la vida de las personas.

No le podemos decir a alguien que la inseguridad no es real, si la vive a diario y lo que es real en su vida es el temor. No le podemos vender a alguien que la economía está bien cuando busca empleo y no encuentra, o cada vez le cuesta más llegar a fin de mes. No le podemos decir a un empresario que la situación macroeconómica es favorable cuando se funde trabajando. No hay relatos que puedan derribar hechos.

En el reciente debate en el marco de la Rendición de Cuentas y Balance de Ejecución Presupuestal de 2019, claramente fuimos testigos de la batalla entre datos y relatos, datos del país real brindados por quienes hoy somos gobierno y relatos del país de las maravillas, de quienes dejaron de serlo hace unos meses.

Siempre hay lugar para el asombro cuando los argumentos ideológicos intentan maquillar posturas demagógicas de quienes reclaman, en el marco de una pandemia sin precedentes, acciones políticas que no fueron capaces de tomar en quince años de gobierno (sin pandemia y con un contexto económico envidiable).

Los datos son contundentes y por eso el relato no los puede maquillar. Un país quedó al descubierto cuando una pandemia corrió el velo a dos semanas de asumir el nuevo gobierno, porque esos miles de uruguayos que quedaron desprotegidos y expuestos no llegaron ahí en dos semanas, estaban desde mucho antes.

El hacerse cargo, como concepto filosófico y político, significa aceptar lo que nos toca como gobierno y transformarlo. Y la honestidad intelectual está en plasmar con claridad el punto de partida en esa titánica tarea de reconstrucción nacional.

Partimos de un contexto complejo, donde desde el año 2017 la economía crece a menor ritmo y en el 2019 llegó a un crecimiento del 0,2% del Producto.

El pasado gobierno pecó, por decirlo de alguna manera, de un exceso de optimismo que lindó con la falta de realismo, porque sus estimaciones económicas fueron muy superiores a lo que finalmente sucedió. Hubo un crecimiento menor a lo estimado, es cierto, pero no está ahí el problema del déficit fiscal. El problema está en los egresos y no en los ingresos. Ahí está “la madre del borrego”, como dicen los paisanos.

Estamos en recesión técnica, y esa desaceleración innegable se produce especialmente en sectores donde es más intensiva la mano de obra, por lo cual el impacto en el mercado laboral es inevitable. Una caída del 1,4% en el primer trimestre del 2020 con relación al primer trimestre del 2019 se siente en la economía y si a eso le agregamos que en mayo la tasa de desempleo llegó al 9,7%, la realidad golpea.

No hay relato que pueda maquillar la destrucción de 10.000 puestos de trabajo en 2019, mayormente en sectores como comercio, restaurantes y hoteles, seguido por la industria manufacturera y después las actividades primarias. Estos números son duros, pero lo son aún más si miramos desde el 2014, donde vemos que ahí se destruyeron 56.000 puestos de trabajo.

Quienes más sufren ese desempleo son las mujeres (1 de cada 3 está desempleada) y los jóvenes (entre 14 y 24 años especialmente, con tasas entre 24% y 33%). Eso nos pone sobre la mesa una vez más el debate sobre la verdadera inclusión.

Porque la mejor política social es el trabajo, y esos números dejan en evidencia que el relato del Uruguay donde estaba todo bien no es cierto, y los más afectados son sectores que impactan, ya que la situación de esas mujeres sin trabajo repercute también en sus hijos.

Hablemos de esos datos, aunque duelan, para seguir desterrando relatos. En 2019 aumentó el porcentaje de personas en situación de pobreza definidas en términos de ingreso, llegando a un 8,8% (cuando en 2018 era un 8,1%), pero es particularmente preocupante las características de la pobreza, porque varía notoriamente según la jefatura de hogar, donde aquellos hogares con jefatura femenina tienen mayor deterioro. Eso repercute inevitablemente en la composición por edad de esa cruda pobreza, donde los niños de menos de 6 años son la franja más vulnerable.

Y ahí está una de las mayores batallas que tenemos que dar, contra esa infantilización de la pobreza que hipoteca el futuro de esos niños y del país.

Ni pase de facturas, ni análisis ideológicos de la realidad; datos y listo. Crudos, dolorosos, elocuentes, transparentes e interpelantes. Datos que nos obligan a emprender un camino, pero sabiendo dónde radican los motivos que nos trajeron hasta esta situación.

Las políticas sociales se deben medir por cuantas personas dejan de necesitarlas, no por cuantas personas cubren, como muy bien expresó el colega Diputado Gonzalo Mujica en el debate parlamentario.

Nunca más sabio aquel “Veritas liberabit vos” recogida en el Evangelio de Juan, porque es un postulado que debe ser un faro. Solo la verdad nos hará libres, y para ello debe primar la humildad intelectual de reconocer la realidad. No como punto de llegada ni el final de una historia, sino como el punto de partida para un nuevo proceso, que debe tomar como aprendizaje el pasado, sin aferrarse, sin perder tiempo en la adjudicación de culpas sobre el mismo, sino como una genuina lección de lo que jamás se puede volver a repetir.

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