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Después de la nostalgia

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hugo burel
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La reciente Noche de la Nostalgia y su tradición de fiestas danzantes que este año se recuperó puso otra vez en el tapete el concepto de “oldies”, vinculado a la música.

Fue en él que Pablo Lecueder, autor intelectual e iniciador de la movida de todos los 24 de agosto desde 1978, se inspiró para organizar algo que en esencia consistía en escuchar antiguos hits musicales bailando en un espacio público y tomando tragos en una barra.

Un regreso al pasado transportándose en viejas canciones que por alguna razón nos siguen emocionando. La idea creció y se convirtió en un emblema del país y es, después de la celebración de Navidad y Año Nuevo, la que más uruguayos convoca. Ese regreso a lo pretérito en alas de la música se reeditó con algunas limitaciones la noche del pasado martes. Es oportuno reflexionar en el antes y el después de la pasada edición. Del durante no puedo hablar porque no participé.

Durante los días previos, la bendita noche fue el centro de las reflexiones del gobierno, los impulsores privados y los medios de difusión. A favor del descenso en la cifra de contagios y de muertos, sumado al éxito de la vacunación con más de un setenta por ciento de compatriotas con dos dosis, la nostalgia y su celebración se instalaron casi como una cuestión de estado.

Los canales de televisión más que informar, promocionaron la velada, mostrando espacios preparados y reporteando a los responsables de la movida. La consigna de los noticieros pareció ser convertirse en impulsores de la fiesta.

Los promotores de la celebración difundieron los protocolos acordados como un mantra que en su repetición auguraba un festejo seguro y dotado de acciones que convertían las fiestas en una especie de match con entretiempos para ventilar espacios y lapsos de danza controlados por reloj.

Así, la noche transcu-rrió y de acuerdo a lo prometido el despliegue de los controles dentro y fuera de los salones se realizó casi como un operativo comando. Pese a ello, se constató la realización de más de 70 fiestas no autorizadas en todo el país.

Más allá de la valoración que se haga sobre el decurso de la noche y sus protocolos cumplidos, nada asegura que el Covid no haya hecho de las suyas pese a los cuidados. Fue claro el ministro Salinas cuando en conferencia de prensa y ya asumidos los riesgos del evento, recomendó a quienes participaron de las fiestas cuidarse los siete días siguientes y anotó que los resultados se verán catorce días después del 24.

El tema, una vez más, remite a la libertad responsable y a la actitud notoriamente aperturista del gobierno en relación a múltiples actividades.

Sin embargo, en el caso de esta Noche de la Nostalgia, más que libertad responsable lo que pareció primar fue un regreso a la normalidad, a la antigua normalidad previa a la pandemia, representada por esos viejos oldies que los uruguayos tanto necesitan para celebrar lo pasado y perdido.

Si se tiene en cuenta que en todo este tiempo las llamadas “fiestas clandestinas” representaron una especie de guerrilla en contra de las prohibiciones, el regreso del festejo del 24, con su masi-va difusión, implicó una apuesta fuerte de las autoridades en materia de afloje.

Pero la exigencia de que los que participaron estuvieran vacunados -al menos para bailar- revela una cierta contradicción oficial. Por un lado no se ha instrumentado una medida que podría aumentar la cantidad de población inmunizada: la vacunación obligatoria, tema al que días pasados el Dr. Heber Gatto se refirió con su acostumbrada ponderación y lucidez en estas mismas páginas.

Se permiten fiestas o ingreso a espectáculos y estadios a aquellos que están vacunados, pero se es a la vez permisivo y omiso en exigir, por razones de salud colectiva, que los ciudadanos se vacunen de manera obligatoria, como por ejemplo sucede con la vacuna contra el tétanos o la serie que se aplica a los niños desde la temprana edad. Se especula, además, con la promoción de un turismo de vacunación, pero no se impone el vacunado inexcusable, salvo por razones médicas, a los ciudadanos que se niegan a poner el brazo. Ni siquiera el personal de salud está obligado a vacunarse.

¿Qué nos hubiera sucedido si a mediados de los 50 no se hubiera administrado la vacuna contra la poliomielitis a miles de niños? ¿Por qué las autoridades sanitarias que tanto éxito han tenido con la campaña vacunatoria no le exigen al estamento político legislar respecto de la obligatoriedad de vacunarse contra el Covid? ¿Por qué si me anoto en un club para hacer deporte me exigen para ingresar la antitetánica? ¿Hacen o harán lo mismo con las dos o tres dosis contra el Covid?

Pero existe, además, otra razón poderosa y amenazante para revisar esa actitud oficial permisiva: la variante Delta, cuya agresividad es mucho mayor que la de las cepas anteriores.

He leído declaraciones del infectólogos de prestigio que no descartan la posibilidad de que esa variante pueda adquirir circulación comunitaria, algo que ya está sucediendo en Buenos Aires, es decir, acá a la vuelta.

La peor nostalgia que existe es la que se siente por aquello que nunca sucedió o no se hizo. No haber hecho tal cosa en su momento o no actuar como hubiera sido necesario hacerlo.

Es de desear que las decisiones no tomadas a tiempo -concretamente impulsar la vacunación obligatoria- no se conviertan en un futuro cercano en un debe para un gobierno que en términos reales y comparativos ha actuado de manera seria, eficaz y responsable ante la pandemia.

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