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Los dos miedos

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DANILO ARBILLA
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La gente tiene miedo a la muerte. No todos, pero sí una gran cantidad. También son muchos, muchos, los que le tienen miedo a la libertad.

La célebre periodista italiana Oriana Fallaci decía que no le temía a la muerte, pero la odiaba con todas sus fuerzas porque implicaba el fin de su vida. Una buena razón para odiar a la muerte; la de uno y la de los otros.

Mucha gente a su vez, y por variadas razones, odia, le tiene bronca y no soporta la libertad. En España acaba de aprobarse la ley de eutanasia y de suicidio asistido.

Y aquí, ¿para cuándo?

Nunca he entendido por qué se necesita argumentar a favor de la eutanasia. ¿La vida no es un derecho de cada individuo? Resulta inadmisible que ese derecho a vivir, a disponer y hacer lo que quiera de mí y con mi vida esté condicionado a la voluntad y las creencias, la particular moral o el autoritarismo de otros.

Cada uno, mientras no dañe a terceros, es libre de vivir como quiera y por supuesto de renunciar a seguir viviendo.

La gente se suicida todos los días y en todas partes del planeta. Decide su fin. Y es libre de hacerlo y si no fuera así en teoría, en la práctica es imposible impedírselo.

Quizás, si se aceptara la eutanasia y la gente pudiera pedir asistencia para suicidarse sin tener que recurrir a instrumentos y vías violentas, se suicidarían muchísimos menos. Ahí, en donde se le ofrece ayuda para matarse, es el mejor lugar y el mejor momento para ayudarle y convencerle de seguir viviendo. Las leyes de eutanasia son normas que prevén los mecanismos para asistir a aquellos que voluntariamente deciden no vivir más.

A aquellos que están imposibilitados de hacerlo por sí mismo, si no ¿quién se lo impide? A gente que tiene un enfermedad terminal o padece de intolerables dolores, los que no tienen alivio ni amainan con conversaciones, doctrinas y teorías. A quienes sufren por la pena que provocan a seres queridos (y también gastos sin sentido ¿por qué ignorarlo?). O aquellos que previendo tiempos infelices, -en que pierden conciencia de que están viviendo, que no saben quiénes son ni dónde están-, se adelantan a decidir que su vida termine sin llegar a esos tristes extremos en que no son nadie.

¿Es que hay alguien que esté autorizado a decirles que no, que están obligados a seguir viviendo, a seguir sufriendo, y que se jodan? ¿Por qué? ¿Porque a ellos se les antoja? ¿Quiénes son para decidir sobre mi vida y mi muerte? ¿son Dios?

Si ellos no quieren hacerlo, por miedo, por tener esperanzas más ciertas o por creencias religiosas, tienen todo el derecho del mundo a no aceptarlo. Nadie los obliga. Pero a lo que no tienen ningún derecho es a obligar al resto a que se someta a sus pareceres, a su visión, a su religión o a sus antojos.

Las leyes de eutanasia tienen la virtud que prevén instancias para primero asistir al paciente dándole elementos para que desista de su decisión. También respetan personales razones de conciencia -religiosas o éticas- de los profesionales y por supuesto cuidan de los abusos o “avivadas” de terceros.

El proyecto que sobre la cuestión tiene a estudio Diputados, presentada por el Dr. Ope Pasquet, un dirigente de probada seriedad, prudencia, ponderación y tolerancia, contempla todos los extremos y todas las garantías requeridas. Mejor que la española.

Pienso que su aprobación, como decía el Prócer, “no admite la menor demora”.

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