Las noticias de las últimas semanas han confirmado que el Uruguay vive una crisis de sensatez hasta en las alturas.
Crisis, no en el sentido griego de “cambio” -que la Academia conserva como primera acepción. Crisis, en el sentido popular y doliente de desgracia generalizada.
Un Comandante en Jefe del Ejército fue relevado por permitirse críticas fuertes a cosas juzgadas del Poder Judicial y resulta que estaba sentado sobre múltiples confesiones de infamias, a las que ni sus subalternos ni él sometieron a la Justicia como mandan, a la vez, la ley, el reglamento y el sentido común.
Y apenas removido, acepta que lo proclame candidato a la Presidencia de la República un partido liliputiense, en acto de entrecasa.
El Comandante en Jefe que lo sucede dura a gatas veinte días: cae cuando se devela que era uno de los Oficiales que incurrieron en la omisión de denunciar.
Designado un tercer Comandante en Jefe, apenas dialoga con la prensa dice que a los hechos del terrorismo de Estado desplegado por la dictadura “no los voy a repudiar, porque no sé si están confirmados o no”. Con lo cual apareció ignorando secuestros, torturas y asesinatos que palpitan en la memoria de todos los que vivimos los años de tragedia nacional y que obran en expedientes administrativos y judiciales a los cuales nadie puede desconocer “ni ebrio ni dormido”, valga el inmortal apotegma de Mariano Moreno.
Felizmente, el nuevo Ministro de Defensa José Bayardi salió al cruce del dislate e impuso una aclaración-rectificación. La obligaba el respeto que todos debemos a la verdad histórica y a la memoria de las víctimas. La exigía el Estado de Derecho. La imponía la conocida personalidad pública del nuevo Secretario de Estado, ciudadano llano y rotundo, en sus posturas, que años atrás conocimos francas y respetuosas.
El episodio quedó zanjado. Pero la seguidilla que lo precedió tuvo coletazos que hasta hicieron caer al Ministro y al Subsecretario de Defensa Nacional y hasta obligaron al Presidente Tabaré Vázquez a confesar públicamente que cuando refrendó las resoluciones del Tribunal de Honor, ni había leído ni conocía el contenido de los expedientes donde obraban las macabras confesiones.
Todo lo cual desnudó una realidad patética: no hay hábito de trabajar empujando el análisis y el pensamiento crítico hasta sus últimas consecuencias, se actúa sin conceptos rectores, al tuntún, incluso en los asuntos más delicados para la sensibilidad institucional, para el orden público y para las banderas del propio partido de gobierno.
Eso duele por la necesidad nacional de integrar a las Fuerzas Armadas a la civilidad, duele por el Estado de Derecho y duele porque refleja que lo razonable está en crisis no sólo en los pases estrafalarios que vienen degradan a la política sino también en las áreas más exigentes de los poderes públicos.
El pasado domingo, el Dr. Lacalle de Herrera subrayó que el déficit cultural y cívico que soportamos es mucho más grave que el económico que nos asfixia. Es en esa matriz que se contagian la falta de lógica, el titubeo y la laxitud.
Y es por esa causa que no debemos oír a quienes nos ofrecen más de lo mismo para ir tirando -cayendo-, sino a quienes nos llaman a iluminarnos y levantar el alma.