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Colectivos o personas

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MARTÍN AGUIRRE
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El viernes tuvo lugar otra “marcha de la diversidad”, en Montevideo. 

Si nos vamos a guiar por las crónicas periodísticas mantuvo dos características habituales en los últimos años: su escasa diversidad en cuanto a las consignas políticas, y un tono confrontativo más que de reivindicación social o moral.

Esta última característica es particular de estas marchas en nuestro país. Cualquiera que haya tenido la oportunidad de ver este tipo de desfiles en EE.UU. o Europa, no puede menos que sorprenderse ante el contraste en el tono. Allá se trata de eventos celebratorios, donde las personas que durante décadas se sintieron oprimidas salen a mostrarse y a festejar el fin de esos tiempos oscuros, compartiendo su alegría con todo el que quiera sumarse.

Aquí no. Y, parecido a lo que sucede en las marchas del Día de la Mujer, el tono agresivo y vituperante es la norma. Contra hombres, contra iglesias, incluso contra mujeres que pese a su trayectoria feminista han cometido el pecado de no ser políticamente afines a los grupos que organizan.

Acá se impone pasar una primera raya. Tanto a la marcha de la Diversidad, como a la del día de la Mujer, asisten anualmente cientos de miles de personas. Que en gran medida van por simpatía con la causa, o por ganas de salir a expresarse. Pero, como siempre pasa en estos fenómenos populares, quienes marcan la agenda, quienes roban los titulares son los pequeños grupos radicalizados.

En el caso del viernes, testigos confiables informaban de una diputada suplente del Partido Comunista, y algunas figuras notorias del mundillo ONG, que llevaban la voz cantante. Y, como no podía ser de otra forma, esa voz era agraviante para cualquiera que no fuera afín al Frente Amplio.

Esto es un fenómeno complejo de enfrentar para quienes no comparten esa forma de ver la sociedad. Algo que quedó en evidencia con los choques entre gente del Partido Nacional y Colorado, que reivindicaban su derecho a ser parte del evento, y otros que los acusaban de ser, en el mejor de los casos, masoquistas que van a que los insulten. O, en el peor, cómplices de agendas sectarias.

Se trata de un dilema político central. Por un lado, porque siguiendo las lecciones de Gramsci, los sectores marxistas han buscado cooptar todos estos movimientos sociales, para usarlos como armas políticas en favor de sus ideas. Por otro, porque la forma de ver la sociedad de quienes defienden un sistema liberal implica que el sujeto importante es la persona, no el grupo. Con lo cual diluir la individualidad en la masa “desfilante”, juega a favor de quienes tienen en su ADN esta forma de acción.

La pregunta clave es ¿deberían sumarse y tratar de influir desde adentro para que consignas que son compartidas por gente de distintas ideologías no se conviertan en coto privado de ciertos grupos políticos? ¿O mantenerse por fuera, y dejarlos que, solos, se vayan vaciando de representatividad?

Tal vez el caso más emblemático sea el del Pit-Cnt, una organización que al regreso de la democracia era mucho más plural en lo político. Pero que sistemáticamente fue expulsando a quienes no profesaban el culto marxista extremo. A tal punto que el Pit se convirtió en un brazo funcional del Frente Amplio, y de sus grupos más radicales, que hoy vemos sin mayor trauma el “pase” directo de Fernando Pereira de la presidencia de un grupo a la del otro.

Ahora bien, ¿cómo ha afectado a la legitimidad social del Pit- Cnt este fenómeno? De nuevo, hay dos miradas posibles.

Por un lado es claro que ya poca gente se “prende” a seguir los dictados de la organización. La encuesta conocida esta semana, de que solo un 12% de los uruguayos se plegó al último paro general, pese a la mala situación económica a raíz de la pandemia, y a que el Pit apostó que fuera la mayor movilización en una década, es expresiva al respecto. Aunque quienes hablaban en la nota, hicieron todo tipo de requiebres para convencernos de que en el fondo era un número buenísimo.

Sin embargo, pese a que el 88% no siguió la recomendación del Pit-Cnt, esta organización sigue siendo el referente absoluto a nivel de agenda pública cuando se trata de representar la voz de “los trabajadores”. En buena medida, y acá no hay que esquivar culpas propias, por la falta de mirada crítica de buena parte de los periodistas y comunicadores que, por pereza o complicidad ideológica, jamás se cuestionan nada de eso.

El dilema entonces queda ahora más claro. Por distintos motivos, incluso ante un notorio vaciamiento de la representatividad de los grupos que se atribuyen ser la voz de causas y sectores enormes de la sociedad, éstos mantienen su influencia y su capacidad de incidir en la agenda. Castigar entonces a quienes aspiran a asumir el titánico esfuerzo de “pelearla” desde adentro, luce como algo miope. Y que termina concediendo a los “colectivistas” el regalo de convertir la política en una pelea tosca de turbas, en vez de un debate racional y constructivo entre personas.

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