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Otra vez en la mira iraní

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CLAUDIO FANTINI
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Diez años atrás, Mahsud Ali Mohamadi y Mayid Shahriari murieron al estallar los artefactos explosivos adosados al chasis de sus respectivos automóviles. Al año siguiente, una bala atravesó el cuello de Dariush Rezaineyad cuando esperaba a su hija en la puerta de la escuela.

Y sólo seis meses más tarde, una moto se detuvo junto al auto de Mostafa Ahmadi Roshan en un semáforo rojo y adosó una bomba lapa que detonó a las pocas cuadras. Los cuatro asesinados eran científicos vinculados al plan nuclear iraní.

En el 2015, jaqueado por las preguntas que le hacía un periodista de Der Spiegel, el ministro israelí de Asuntos Militares, Moshe Yaalon, respondió que “de un modo u otro, el programa nuclear iraní debe ser frenado”, lo cual fue, obviamente, considerado una admisión implícita de su país en los atentados contra los científicos nucleares de Irán.

El silenció oficial que por estos días mantuvo el gobierno de Netanyahu sobre el asesinato de Mohsen Fakhrizadeh, suena como las palabras de Yaalon a Der Spiegel. Se suma que, tiempo atrás, el propio primer ministro israelí había señalado públicamente a Fakhrizadeh como el máximo responsable del proyecto iraní para dotarse de un arsenal nuclear.

No falta quien ve la mano del Mossad en la sofisticación tecnológica con la que se cometió el atentado. En un boulevard de los suburbios de Teherán, un impacto hace que el científico nuclear detenga y su auto y se baje a revisarlo, recibiendo la ráfaga disparada por una ametralladora robótica situada en un auto estacionado a ciento cincuenta metros. Mientras Fakhrizadeh se desangraba sobre el asfalto, el auto donde estaba el arma accionada por satélite, se desintegró en un estallido.

Quizá no es cierto lo que dijo la teocracia persa sobre inscripciones de la industria militar israelí en los restos de la ametralladora. Pero la sofisticación tecnológica del ataque parece, en sí misma, una firma de autor.

El brazo que lo ejectuó en el interior de Irán puede haber sido, como señala Teherán, el Mujahedeen-e-Khalq (combatientes del pueblo), una organización cuyos orígenes se remontan hasta las organizaciones izquierdistas que enfrentaban al sha Pahlevi en la década del 60 y luego enfrentaron al Estado religioso creado por Ruholla Khomeini.

El grueso de la dirigencia del Mujahedeen-e-Khalq se exilió en Irak, donde recibió protección de Saddam Hussein, con quien colaboraron en la primera guerra del Golfo. De ese modo quedó claro que estaban dispuestos a aliarse con quien sea para combatir al régimen de los imanes chiitas.

Por cierto, la muerte del principal científico nuclear iraní tendrá consecuencias. Que en el funeral hayan estado los generales Hosein Salami y Esmail Ghaani, jefes de la Guardia Revolucionaria y de la Fuerza Quds respectivamente, además del ministro de Defensa Amir Hatami, el ministro de Inteligencia Nanoud Alavi y el director del programa nuclear Alí Akbar Salehi, prueba que el blanco abatido tenía un peso similar al del general Qassem Soleimani, desintegrado en Bagdad por un misil norteamericano.

Irán puede responder a través de sus letales brazos externos. A las muertes de los cuatro científicos nucleares abatidos entre 2010 y 2012, respondió con Hezbolá asesinando a los turistas israelíes que recorrían Bulgaria en un ómnibus que fue blanco de un ataque suicida.

Pero en lo inmediato, la consecuencia ya se está viendo en el Majlis, donde muchos parlamentarios reaccionaron a la muerte de Fakhrizadeh impulsando una aceleración del programa nuclear. Y eso pondría en peligro la disposición de Joe Biden sobre el regreso de Washington al acuerdo del 2015.

Probablemente, quien haya ordenado el magnicidio, sin descontar a miembros del propio régimen que quieren derribar el acuerdo nuclear para que cesen los controles internacionales sobre sus centros de desarrollo atómico, tuviera la intención de crear la circunstancia que le impida a Biden el regreso de Estados Unidos al pacto que rompió Trump.

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