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Turbulencias que sacuden al Papa

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CLAUDIO FANTINI
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De todos los contratiempos que pasó en su viaje a Irlanda, el peor no fue enterarse en Dublin de la carta en la que el arzobispo Viganó le exige la renuncia al Trono de Pedro, acusándolo de encubrir los delitos sexuales contra niños del cardenal Theodor McCarrick.

Carlo María Viganó expresa un sector recalcitrante de la curia; es un acusador serial que pocas veces prueba sus altisonantes denuncias y destila una homofobia que lo lleva al aberrante desvarío de considerar que los sacerdotes pederastas actúan así porque “son homosexuales”.

El problema del Papa es que también él es homofóbico. Lo demostró cuando era cardenal, diciendo que el matrimonio igualitario es un “plan de Satanás”. Y ahora volvió a demostrarlo en el avión que lo llevaba de regreso a Roma, al sugerir que los niños que muestran síntomas de homosexualidad deben recibir tratamiento psiquiátrico.

Al tsunami de indignación que generó ese comentario, lo agravó un burdo intento de ocultarlo. El Vaticano borró esa frase de la transcripción que hizo del diálogo entre Francisco y periodistas en el avión.

La adulteración de lo dicho por el Papa minó aún más la confianza del mundo hacia la cúpula eclesiástica. La razón que lleva décadas socavando esa confianza es “el pecado estructural” de la iglesia: la pedofilia.

Ese flagelo lo llevó a Irlanda buscando recuperar la diluida influencia de la iglesia sobre el pueblo que, a partir de San Patricio, hizo del catolicismo un rasgo de identidad nacional. Pero lo que encontró Francisco fueron duras críticas contra la protección del clero a los sacerdotes pederastas, además de un cuestionamiento lapidario del primer ministro irlandés.

Leo Varadkar, el hombre que llegó al gobierno tras admitir públicamente su homosexualidad, le dijo al Papa que ya no alcanzan sus pedidos de perdón, porque lo que se necesita “no son palabras, sino acción”. Y la única acción posible frente a un mal que constituye la regla y no una excepción, es la reforma de la estructura institucional que incuba pedofilia desde hace siglos.

Esa reforma pasa por debatir el celibato, que terminó de instituirse en el Concilio de Trento del siglo XVI, que también decidió restaurar la inquisición, y tiene como principal antecedente el II Concilio de Letrán del siglo XII, que además decidió la excomunión de los laicos que no pagaran diezmos, y prohibir a monjes, sacerdotes y diáconos el estudio de “materias profanas como la medicina”.

Pero la reforma imprescindible es la que termine con una estructura de poder terrenal que tiene el instinto medieval de gravitar sobre el Estado y mantener a sus miembros al margen de la Justicia secular.

A esa reforma sólo puede impulsarla un Papa de vocación verdaderamente transformadora. Y ese no parece ser el caso de Francisco.

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