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Con sangre en las manos

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claudio fantini
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Si algo muy grave se decidía en la Francia del Luis XIII, nadie pensaba en el rey sino en el poder detrás del trono: el cardenal Richelieu. Y si algo muy grave se decidía en la Francia de Luis XIV, nadie dudaba que el autor de la decisión era el mismísimo “rey sol”.

En Arabia Saudita, Mohamed bin Salman es, al mismo tiempo, Richelieu y Luis XIV. Por eso, al producirse el brutal asesinato de un disidente nadie pensó que la orden provino del rey Salman bin Abdulaziz al Saud, sino de su hijo. El príncipe heredero no está sentado en el trono principal pero es, a la vista de todos, el dueño del poder total en esa monarquía absolutista.

En la Francia del siglo XVII Richelieu podía, en última instancia, ser el fusible que salta en una crisis, dado que no pertenecía a la casa real sino que era su primer ministro. Pero Mohamed pertenece a la Casa Saud, por lo que el poder que detenta proviene de una decisión de su padre y también de ser el nieto del fundador del Estado.

Esa pertenencia hace mucho más compleja la situación generada por un asesinato que sólo pudo ser ordenado por él. Por eso, el mundo se está preguntando cómo actuar con el hombre que encarna al poder y a la realeza en la poderosa Arabia Saudita. ¿Con qué cara lo recibirán y departirán con él los demás asistentes a la cumbre del G-20? ¿Cómo seguirá su relación con el mundo que se extiende más allá de la Península Arábiga?

La inquietante pregunta irrumpió ni bien Turquía denunció que Jamal Khashoggi había sido asesinado en el consulado saudita de Estambul. Que Riad primero negara el crimen y luego inventara coartadas insólitas sobre lo ocurrido, de por si confirmaba lo que sugiere el sentido común: el príncipe ordenó el secuestro o la eliminación del disidente. Quien conozca el funcionamiento del Estado saudí, no puede llegar a otra conclusión.

Y a esa conclusión la confirmó la CIA, al verificar que Mohamed sabía que Khashoggi concurriría al consulado porque se lo había informado su hermano Khalid, embajador en Washington, que fue quien le transmitió al periodista las garantías de que nada le ocurriría en la sede diplomática.

Si, tal como verificó la CIA, el príncipe heredero sabía día y hora de la presencia de Khashoggi en el consulado, y si quince agentes del reino viajaron especialmente a interceptarlo en Turquía, la conclusión no puede ser otra: los datos coinciden con lo sugerido por el sentido común.

Por lo tanto, si el reino del desierto ejecuta a presuntos culpables pretendiendo que actuaron por su propia cuenta, el asesinato perpetrado por el dueño del poder saudita multiplicará su gravedad con el sacrificio de chivos expiatorios.

Por su antigua y redituable relación de negocios con la familia real, por los montos siderales de la relación comercial entre Washington y Riad, y por el rol estratégico de Mohamed en el Oriente Medio, Trump probablemente desearía encubrir el crimen y hacer de cuenta que nada ocurrió. Pero a esta altura, eso es imposible. Por eso la pregunta inquietante que recorre las principales potencias es “qué hacer” con el “príncipe asesino”.

¿Podrá el mundo hacerle pagar su crimen? ¿es imaginable una orden internacional de captura en su contra? ¿o el de Khashoggi será uno más de los tantos crímenes políticos que quedan impunes?

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