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Regreso sin gloria

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CLAUDIO FANTINI
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En Estados Unidos festejaban el “Independence Day” evocando el 4 de julio de 1776, mientras en Afganistán las tropas norteamericanas cerraban la base en Bagram y le entregaban la llave al gobierno local.

Seguramente, nadie en la administración demócrata cree que el liderazgo talibán cumpla lo acordado con el gobierno de Trump el año pasado. ¿Por qué los talibanes negociarían la convivencia con un gobierno cuyas leyes consideran anti-islámicas y a cuyo ejército pueden derrotar?

La de Trump no fue una negociación sino una forma de capitulación. Y Biden decidió cumplir con los términos pactados, completando la retirada. Después de 20 años empantanados en el país centroasiático, está claro que las fuerzas occidentales y sus aliados locales no pueden ganar. A la ocupación la inició George W. Bush para destruir la organización que ejecutó el ataque del 11-S y al régimen afgano que lo protegía en su territorio.

La acción norteamericana logró destruir las bases de Al Qaeda y aniquilar buena parte del ejército que tenía en Afganistán esa organización terrorista global poniendo en fuga a sus máximos líderes, el saudita Osama Bin Laden y el egipcio Aymán al Zawahiri. También pudo derribar el régimen talibán que lideraba el Mullah Omar. Pero nunca pudo doblegar su milicia en todo el territorio.

Desde sus bastiones en la provincia de Helmand, donde las fuerzas gubernamentales y las norteamericanas sólo pudieron controlar por un tiempo la capital, Lashkar Gah, la milicia jihadista fue reorganizándose y reconquistando territorio hasta llegar dos décadas más tarde a arrinconar al gobierno en las ciudades de Kabul, Kunduz, Herat, Jalalabad y Mazar -e-Sharif. Las tropas occidentales no pudieron revertir el avance talibán y el desgaste de 20 años de conflicto de baja intensidad llevó a Estados Unidos a aceptar la retirada, a cambio de vagas promesas de negociaciones entre las partes afganas enfrentadas para acordar una paz definitiva.

La clave de un posible triunfo de los talibanés está en el mosaico étnico. La nación afgana engloba a pashtunes (la etnia mayoritaria), tadyikos, uzbekos y hazaras, además de otros grupos menores, como los turkmenos, los aimak y los baluchis.

El talibán es la fuerza de la etnia pashtún, mientras que los líderes tadyikos, uzbekos y hazaras ya han mostrado su propensión a enfrentarse entre sí. En la década del 90, tras vencer a los soviéticos y luego al régimen del comunista pro-ruso Mohamed Najibullah, las fuerzas del líder tadyiko Ahmed Shah Masud y del fundamentalista islámico Gulbudin Hekmatiar, que habían combatido a los invasores, se enfrentaron entre si debilitando el frágil gobierno de unidad de Buhanuddin Rabbani y allanando el camino para que la milicia talibán se apoderara del país y le impusiera un régimen oscurantista y criminal.

En Afganistán imperó un equivalente ultra-islamista del delirio ideológico genocida que implicó el Khemer Rouge en Camboya. Las mujeres perdieron los derechos más elementales y el lunatismo retrógrado prohibió toda expresión artística y destruyó los museos. Hasta los gigantescos budas tallados en los acantilados del desierto de Bamiyán fueron destruidos.

¿Ha cambiado el liderazgo pashtún? ¿Los talibanes ya no son inquisidores brutales? Ahora que pueden avanzar sin fuerzas extranjeras que defiendan al ejército del gobierno que organizaron las potencias de Occidente ¿se abstendrán de lograr un triunfo militar completo y gobernar la totalidad del país, sólo para cumplir lo que acordaron con Trump? Y si avanzan sobre Kabul y aplastan al gobierno de Ashraf Ghani ¿por qué se abstendrían de imponer un régimen tan criminalmente fanático como el que presidió el Mullah Omar?

El sólo hecho de que esas preguntas no tengan respuestas, prueba que la vuelta a casa de los efectivos norteamericanos es un “regreso sin gloria”.

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