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Más regalos de Trump a Putin

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CLAUDIO FANTINI
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Reclamando un alto el fuego y amenazando con sanciones a Turquía si no detiene su ofensiva, Donald Trump no logra ocultar su responsabilidad en la tragedia de los kurdos y en el reordenamiento del tablero sirio que favorece al régimen de Damasco, a la limpieza étnica que impulsa Ankara y al empoderamiento de Rusia en Oriente Medio.

La contracara del extravío de Washington está en Moscú. El jefe de la Casa Blanca volvió a ser funcional al juego estratégico lucubrado en el despacho principal del Kremlin.

El gran estratega es Vladimir Putin. Con astucia, mueve las fichas rediseñando equilibrios para consolidar su influencia. La gravitación de Moscú es casi total, porque mantiene vínculos con todas las partes y las hace actuar a su conveniencia, contando para ello con el aporte que le hace Trump retirando las fuerzas norteamericanas al precio de traicionar a los más valerosos aliados que ha tenido Estados Unidos en el conflicto sirio: los kurdos del norte del país.

Washington retira militares desprotegiendo personas en Siria, mientras envía militares a Arabia Saudita para proteger pozos petroleros.

Además de una mancha en la imagen de la potencia occidental, se trata una capitulación que la deja fuera del escenario sirio, allanando el paso al protagonismo de Moscú.

Norteamérica traiciona a sus aliados y Rusia le devuelve al suyo territorios que había perdido a manos de las milicias kurdas. El ejército de Bashar al Asad recupera terreno en el noreste de Siria a pedido de las mismas comunidades que querían romper con Damasco y construir un país independiente. Esas comunidades habían conformado, con la protección norteamericana, una confederación integrada por Kobane, Afrin y Jazira. En los hechos, se auto-gobernaban.

Turquía quería aplastar ese proto-estado llamado Rojava y reducir al mínimo, mediante la limpieza étnica, a la población kurda del Este del río Éufrates. Con astucia estratégica y el aporte que le hizo Trump abandonando aliados de Estados Unidos, el líder ruso permitirá a Erdogán alcanzar parte de su objetivo, utilizándolo al mismo tiempo para que el protegido de Moscú, Bashar al Asad, pueda recuperar el control sobre territorios que había perdido hace varios años. Y al mismo tiempo, Putin convierte a Rusia en el árbitro del equilibrio de fuerzas en la Siria septentrional, desplegando efectivos rusos sobre el terreno.

Mientras Trump hace que Estados Unidos pierda posicionamiento y autoridad moral en la región, el beneficiado del estropicio estadounidense, Vladimir Putin, salta sobre un cadáver descuartizado en Estambul para abrazar en Riad al príncipe que tiene las manos con sangre y al que el presidente norteamericano le cuida los yacimientos y las refinerías: Mohamed Bin Salman.

Convertido en protagonista estelar, el jefe del Kremlin amplía sus vínculos y expande la presencia militar rusa que siempre estuvo confinada a la base naval de Tartus, que hace medio siglo le concedió el entonces líder sirio Hafez al Asad.

Los perdedores son Washington y, más aún, los kurdos del Este del Éufrates. Para sobrevivir a la ofensiva turca debieron recurrir al régimen del que querían separarse. El precio que pagan por no ser aniquilados y expulsados de sus tierras ancestrales, es el final del autogobierno. El final de Rojava.

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