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El precio de patear tableros

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CLAUDIO FANTINI
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Más allá del oscurantismo y la intolerancia que incuban los pliegues políticos de cualquier teocracia, si se derrumba el acuerdo nuclear con Irán será responsabilidad de Donald Trump por haberle quitado la pata norteamericana.

La decisión del jefe de la Casa Blanca no sólo hace tambalear el resultado de una negociación trascendente en sí misma por haber sentado en una misma mesa a Estados Unidos, Europa, Rusia, China y la República Islámica de Irán para alcanzar un compromiso que aleja la posibilidad de que exista un arsenal nuclear persa.

También debilita al ala moderada de la política iraní, encabezada por el presidente Hassán Rohani, promotor del acuerdo con Washington, porque las sanciones económicas dispararon la inflación, depreciando el valor del rial y causando recesión.

La medida unilateral de Estados Unidos sienta, además, un precedente que complicará futuras negociaciones. Sobre todo, porque no medió ningún incumplimiento iraní que justificara, de algún modo, que Washington desconociera lo pactado tras casi dos años de negociaciones con decenas de reuniones entre el ex secretario de Estado John Kerry y su par iraní Javad Zarif.

¿Qué valor tendrá negociar con Estados Unidos si lo pactado por un presidente puede ser desconocido por otro presidente?

Trump borró de un plumazo el compromiso asumido por el país sólo por su opinión personal de que el acuerdo no sirve.

En Europa hubo analistas políticos que compararon la importancia del acuerdo alcanzado en Viena con la paz firmada en Camp David por Menahem Beguin y Anuar el-Sadat, en 1978, y con la reconciliación alcanzada en 1972 por Nixon y Mao Tse-tung.

Que sea un acuerdo histórico como sin duda lo fue, y no por una sola razón sino por varias, no implica que sea un acuerdo perfecto. Lograr en una mesa de negociación que Irán retrase sólo una década su posibilidad de fabricar armas nucleares, implica un logro limitado. Quedan interrogantes por resolver antes que el impase acordado llegue a su término. Pero Henry Kissinger sostenía, con mucha razón, que cada éxito diplomático equivale a “la compra de un boleto para arribar a un problema más difícil”.

Que quedaran muchas cuestiones por resolver no implica que lo acordado sea “un desastre”, como afirmó Trump para justificar una de las tantas decisiones suyas que aislaron a Estados Unidos en la escena internacional y debilitaron la diplomacia y la negociación como instrumentos para resolver diferendos y evitar conflictos.

Cada decisión errónea agrava situaciones. De hecho lo que acrecentó la influencia de Irán en la Península Arábiga fue la guerra con la que Donald Rumsfeld y Dick Cheney demolieron el poder de los sunitas en Bagdad y, en una muestra de negligencia estratégica, desmantelaron el ejército iraquí.

Saddam Hussein encabezaba un régimen criminal, pero reemplazarlo por la nada, en un país donde la etnia mayoritaria es chiita y sus líderes idolatran a los ayatolas de Teherán, fue un regalo para la proyección iraní hacia la región del Levante, donde pasó a dirigir el eje que también integran el régimen alauita de Siria y los chiitas fundamentalistas libaneses de Hisbolá.

Los sectores más radicales del poder en Riad y Jerusalén habían aplaudido la conversión de Irak en un agujero negro. Y ahora aplauden que Trump haya destrozado un logro diplomático, alejando más a Washington de las capitales europeas y debilitando a los reformistas iraníes ante el fortalecimiento del chiismo fanático y belicista.

En ambos márgenes del Golfo Pérsico, la estrategia de las dirigencias radicalizadas es “cuanto peor, mejor”.

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