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El peor final, iniciando otra tragedia afgana

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CLAUDIO FANTINI
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La bala entró por su ojo derecho. Aunque malherido, él mismo vació la cuenca sacando los restos sanguinolentos y se limpió las manos contra el muro de una mezquita de Singesar.

La marca que dejó en la pared es venerada por fanáticos que peregrinan a Singesar desde que se expandió la leyenda de la batalla de 1989, en la que perdió un ojo Mohamed Omar.

En las antípodas de esa leyenda sobre el hombre que encabezó el régimen talibán hasta el 2001, el presidente de Afganistán, Ashraf Ghani, huyó despavorido cuando los milicianos pashtunes se aproximaban a Kabul tras haber conquistado Mazar e-Sharif después de haber entrado triunfales a Kandahar, Kunduz, Lashkar Gah, Herat y Jalalab.

La huida del presidente coronó su bochornosa gestión, marcada por la corrupción, la ineptitud y las peleas con el primer ministro Abdulá Abdulá. También Hamid Karzai, el anterior presidente, había encabezado un gobierno inútil y carcomido de corrupción. Pero los fracasos gubernamentales no justifican que al pueblo afgano se lo haya abandonado a manos del jihadismo lunático.

Ese que imperó bajo el liderazgo oscuro del Mullah Omar, con el saudita Osama bin Laden y el egipcio Aymán al Zawahiri como poder detrás del trono. El régimen retrógrado que prohibió todas las expresiones artísticas por considerar que el arte distrae al hombre de su atención a Dios. El que destruyó todos los museos para borrar las huellas de las culturas pre-islámicas de Afganistán, incluidos los majestuosos budas tallados en los acantilados del desierto de Bamiyán.

Hasta los barriletes había prohibido ese régimen demencial, a pesar de ser una tradición que los afganos practican con pasión popular. Los simpatizantes de fútbol dejaron de ir a los estadios porque a los jugadores se los obligaba a jugar con pantalones largos y porque en el entretiempo entraba una pick up Toyota con milicianos que, en el centro de la cancha, lapidaban alguna mujer por adulterio o le cortaban las manos a un ladrón. Y las mujeres perdieron los pocos derechos que tenían, convirtiéndose en sombras condenadas al enclaustramiento en sus hogares, pudiendo salir a la calle ocultas bajo el burka y en compañía del esposo o de un pariente consanguíneo varón.

El régimen talibán que llegó al poder a mediados de los noventa imponiendo una teocracia medieval delirante y feroz hasta que cayó con la invasión norteamericana en el 2001, fue la versión religiosa de lo que había sido el totalitarismo comunista demencial del Khemer Rouge en Camboya durante la segunda mitad de los años 70.

La retirada norteamericana, que le recordó al mundo las imágenes humillantes del helicóptero sacando gente de la embajada de Saigón en 1975 al retirarse derrotados de Vietnam, es una capitulación deshonrosa para Estados Unidos y de inmensa irresponsabilidad para con un pueblo que queda merced del fanatismo más oscuro.

Trump no debió firmar el acuerdo de Qatar, porque implicaba una rendición irresponsable. El entonces secretario de Defensa, Mark Esper, dijo que Washington anularía lo acordado si los talibanes no cumplían. Pero no había mucho que cumplir en un acuerdo con el que Trump lo único que buscaba es que Estados Unidos deje de inyectar sumas oceánicas en ese agujero negro de Asia Central.

Por cierto, Afganistán es un laberinto en el que los norteamericanos se extraviaron hace tiempo. Pero la ineptitud y corrupción de la clase dirigente local no justifica que los norteamericanos se marcharan de este modo. Fue pésimo el acuerdo alcanzado por Trump con los talibanes y fue inmoral que Joe Biden lo cumpliera.

En la negociación de Qatar, a Trump lo único que lo obsesionaba era sacar las fuerzas de ese laberinto, por eso el acuerdo que firmó se parece a una capitulación. Hizo que Estados Unidos se rindiera por cansancio. Lo que firmaron los talibanes no da garantías de que habrá un gobierno moderado, compartido con las otras etnias y con Parlamento y Loya Jirga (asamblea donde están representadas todas las etnias, clanes y tribus). Si quieren, los talibanes pueden volver a gobernar con un emir y un consejo de mullahs, como ocurrió en la teocracia demencial que imperó hasta el 2001.

Ese acuerdo fue una traición a los millones de afganos que no quieren volver al infierno medieval de fanatismo que vivieron. Trump no debió firmarlo y Biden no debió cumplirlo.

Lo único que garantizaba ese acuerdo era que los milicianos no atacarían a las fuerzas norteamericanas. Lo demás no importó. Ni siquiera la imagen de Estados Unidos retirándose de un modo que recuerda aquel abril del ’75, cuando dejaron Saigón derrotados y humillados.

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