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Contra los musulmanes

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claudio fantini
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La marca de este tiempo es la protesta.

En distintas ciudades del mundo, cruzando transversalmente diferentes modelos políticos y económicos, las manifestaciones son las protagonistas del momento. Y en algunos casos lo reclamado por multitudes en las calles tiene que ver con el espíritu de la democracia liberal.

En Hong Kong es la bandera de la protesta contra las leyes chinas que inexorablemente regirán también en ese territorio. En Kazajisthán los jóvenes reclaman pluralismo y Estado de Derecho para un país que estuvo en manos de un déspota desde la última década de la era soviética hasta hace pocos meses, cuando Nursultán Nazarbayev decidió finalmente dejar la presidencia, no el poder, y se despidió del cargo poniéndole su nombre a la capital del país (Astaná pasó a llamarse Nursultán) y dictando una ley por la que se prohíbe criticarlo mientras viva y también después de muerto.

En Beirut, la juventud libanesa reclama el fin de la repartición religiosa del gobierno y el establecimiento de un Estado secular. Lo mismo comenzaron a reclamar las protestas multitudinarias que estallaron en la India contra la Ley de Ciudadanía.

Desde que el partido Bharatiya Janata, del primer ministro Narendra Modi, logró la mayoría absoluta en el Congreso, inició una ofensiva contra los musulmanes. Primero anuló la autonomía de Cachemira, el vasto territorio con mayoría musulmana en el norte del país. Y ahora impone una ley que concede asilo y ciudadanía a los inmigrantes y refugiados provenientes de Bangladesh, Pakistán y Afganistán, con excepción de los musulmanes.

Esta legislación se suma al Registro Nacional de Ciudadanía, que incluye artículos que podrían derivar en la deportación de millones de musulmanes pobres que no tengan sus papeles en orden, aunque provengan de varias generaciones de nacidos en la India.

La segregación que el gobierno nacional-hinduista impone a quienes profesan el Islam, mañana podría convertir en blanco de discriminación a las otras etnias no-hinduistas, como los sikhs, los budistas, los bahai, los jaimistas, los cristianos y los parsis.

A diferencia del gobierno del partido nacionalista religioso hinduista Bharatiya Janata que encabezó Atal Vajpayee, el de Narendra Modi ha comenzado a avanzar velozmente hacia el “Hindu Rashtra”, que equivale a la homogeneización de la India como Nación hindú.

La influencia religiosa lleva muchas décadas creciendo y logró, por ejemplo, que Bombay cambie su antiguo nombre por Mumbay, en honor a la diosa Mumba Devi.

La radicalización del proceso llegó con Modi, quien formó parte del RSS, rama paramilitar de Sangh Parivar, el movimiento que agrupa a las organizaciones más extremistas del nacionalismo hinduista.

Por eso la ofensiva del primer ministro contra los musulmanes de la India no debería sorprender. Sus antecedentes la anticipaban. Como gobernador de Gujarat miró para otro lado en el 2002, cuando se produjeron sangrientos pogromos contra la comunidad musulmana de ese Estado.

Desde que se independizó en 1947, la India ha sido una democracia secular. Narendra Modi se propone dejar de lado la laicidad para construir un Estado hinduista. Contra ese proyecto se manifiestan en Bombay las multitudes que defienden la democracia creada por Jawarhalal Nherú y el Partido del Congreso.

Los que protestan contra la segregación de los musulmanes son cientos de miles. Pero Modi apuesta a que sólo sean una gota secular en un océano de nacionalismo religioso.

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